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Cultura y matemáticas

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Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
Hace un par de meses les hablaba (Matemáticas y telepatía) sobre la telepatía en la ciencia ficción a partir de algún que otro ejemplo especialmente brillante. Pero hay muchas más posibilidades de fenómenos más o menos mentales que, según la ciencia ficción, pueden incluso ser estimulados tecnológicamente. Y no sólo en la ciencia ficción. A mediados de mayo de 1999 se pudo conocer en la prensa la existencia de un enfermo que podía "hablar" por medio de un implante situado en su cerebro. El nuevo "telépata" era John, un jornalero de cincuenta y dos años que había quedado tetrapléjico a causa de una hemorragia cerebral en enero de 1998. John parece haber aprendido (aunque sólo muy precariamente) a utilizar su pensamiento para controlar el cursor de un sistema informático y "hablar". Una mezcla de telepatía y telequinesia... El doctor Philip Kennedy fue el creador de la tecnología que permite a ese John encerrado en la prisión de su propio cuerpo algo muy cercano a la telepatía: actuar sobre las cosas por medio del pensamiento. El electrodo neurotrópico implantado en el córtex de John era un cono de cristal vacío de 1.5 milímetros de altura y diámetros de 0.1 a 0.4 milímetros. En ese cono se alojaban dos filamentos de oro que podían registrar una corriente eléctrica de baja impedancia. El término "neurotrópico" se refiere a las sustancias orgánicas contenidas en el electrodo que, una vez insertado, ayudan a los tejidos a reconstituirse. El proceso viene a durar los tres meses posteriores a la implantación, cuando el tejido nervioso adyacente se vincula al electrodo por medio de dendritas que han de permitir que el implante "sienta" las descargas de las neuronas vecinas. Tal y como se contó en un congreso de neurocirujanos en Seattle, el implante fue realizado por el doctor Roy Bakay precisamente en la zona del córtex que se activaba cuando el enfermo John quería mover su mano derecha. El sistema se activa cuando las dendritas neuronales influyen sobre el electrodo neurotrópico al imaginar John ciertos movimientos. Las señales recogidas por el electrodo se amplifican y transmiten a un ordenador que las traduce en movimientos del cursor en una pantalla donde se alinean las letras del abecedario. Un sistema precario pero sorprendente que enlaza con algunas de las ideas más típicas de la moderna ciencia ficción. Si bien hay algo que sugiere la telepatía o la telequinesia (ese actuar sobre las cosas físicas por medio del pensamiento), la situación de John se parece mucho más a la idea de los implantes cibernéticos. No es una idea original. Ya en 1977, en el College of Medicine de la Universidad de Utah, se implantaron una serie de electrodos permanentes en el cerebro de un paciente ciego y éste, convenientemente estimulado, llegó a identificar las líneas barridas por una cámara de televisión. Una aplicación pasiva, de fuera hacia adentro, que contrasta con la sorprendente actividad, de dentro hacia afuera, de que hace gala John con su flamante electrodo neurotrópico. Veinticinco años después, en febrero de 2002, se implantaba ya la primera "retina artificial" una especie de prótesis microelectrónica que existe para sustituir las células dañadas por enfermedades como la retinosis pigmentaria o la degeneración macular (dolencias que causan ceguera o graves deficiencias visuales y afectan a más de 25 millones de personas en todo el mundo). El implante usado por primera vez hace cinco años y que ya se ha usado algunas veces más, mide apenas unos milímetros y se inserta quirúrgicamente en el fondo de la retina. Está formado por 16 electrodos y funciona cuando éstos reciben la información visual que capta una diminuta cámara instalada en unas gafas especiales. La señal se transmite, sin cables, a los electrodos a través de un receptor que se implanta detrás de la oreja durante la misma operación quirúrgica. Cuando el dispositivo recibe la información, estimula a las células sanas residuales que puedan quedar en la retina para que la envíen al cerebro a través del nervio óptico. En la ficción, fue posiblemente Norman Spinrad quien, en Jinetes de la antorcha (1974), ya había imaginado la posibilidad de un sistema de comunicación basado en una tecnología activada sólo con el pensamiento, que permitiera la comunicación directa entre cerebros humanos. Spinrad le llamó senso, un nombre mucho menos atractivo que el ciberespacio que acuñó William Gibson precisamente en ese Neuromante (1984) con que se iniciaba la corriente ciberpunk tan de boga en los últimos años. Muy pronto la ciencia ficción imaginó todo tipo de implantes cerebrales, incluso implantes-chip que pueden alterar la personalidad de aquellos que los llevan como imaginara George Alec Effinger en la serie iniciada en Cuando falla la gravedad (1987), donde aparece nada menos que un "implante James Bond" de quita-y-pon, con sus más que previsibles efectos. Se trata en definitiva de la versión más moderna de lo que constituye un organismo cibernético o ciborg, esa unión de biología y tecnología para obtener unas funcionalidades incluso superiores a las que pueden lograr la biología o la tecnología por si solas. Curiosamente, la ciencia ficción de los años treinta ya imaginaba la necesidad de conectar un cerebro humano a un sistema tecnológico, precisamente cuando éste debía ocuparse de labores de gran complejidad como, por ejemplo, ordenar el tráfico de una gran ciudad del futuro. Muestra incuestionable de la escasa confianza que entonces se tenía en lo que más tarde recibiría el nombre de inteligencia artificial. Esos cerebros conectados a dispositivos tecnológicos de los años treinta, muy pronto pasaron a dirigir otros sistemas tecnológicos complejos como, por ejemplo, una nave espacial. Posiblemente la pionera fue Anne McCaffrey con The Ship Who Sang (1961 - La nave que cantaba, un relato que inició una serie sobre una nave espacial gobernada por Helva, una niña cuyo cuerpo defectuoso encierra una mente viable. Rehusando la alternativa de la eutanasia, los padres de Helva deciden aceptar que la mente de la niña sea formada y programada para acabar siendo la entidad que controla y dirige un nuevo cuerpo de titanio, el de una nave exploradora interestelar y, así, Helva se convierte en un ser ciborg prácticamente inmortal. Una perspectiva fantástica que, en cualquier caso, depende en último término de la experiencia obtenida con implantes como el electrodo neurotrópico que permite "hablar" a John o ver a los que llevan insertada una "retina artificial". Cosas veredes amigo Sancho... Para leer: Ficción - Jinetes de la antorcha (1974), Norman Spinrad, Barcelona, Ediciones B (Libro Amigo, núm. 20), 1987. - Neuromante (1984), William Gibson, Barcelona, Minotauro, 1989. - Cuando falla la gravedad (1987), George Alec Effinger, Barcelona, Martínez Roca (Gran Super Ficción), 1989. - La nave que cantaba (The Ship Who Sang, 1961), Anne McCaffrey, Barcelona, Revista Nueva Dimensión, núm. 71, 1975.
Viernes, 01 de Junio de 2007 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico
Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
A finales de agosto de 2000, la revista Nature daba a conocer la creación de los primeros robots auto-reproductores. Una noticia que pasó bastante despercibida, pero que representa un importante punto de inflexión en la historia del maquinismo y en último término, de la robótica y de la inteligencia artificial. En la Universidad de Brandeiss, Massachusetts, Jordan Pollack y Hod Lipson lograron que una máquina conectada a un ordenador fabricara los diseños "pensados" por el primero. Al solicitar la fabricación de un pequeño robot que fuera capaz de moverse sin intervención humana, el ordenador comenzó a diseñar diversos modelos que fueron "evolucionando" en una larga secuencia de 600 generaciones virtuales, hasta lograr que la máquina anexa "fabricara" la propuesta solicitada usando bloques de plástico articulados. Diversos especímenes como el "flecha", el "cangrejo" o la "serpiente" fueron los predecesores del modelo definivo, el "tetra". Se trata de algo insólito hasta hoy: robots que evolucionan virtualmente dentro del sistema informático de un ordenador y que se fabrican fuera de éste prácticamente sin intervención humana. Un paso que, aunque pequeño cuantitativamente, puede quedar en la historia de la vida artificial como el paso cualitativamente más importante. Así lo entendía Robert Brooks, especialista en inteligencia artificial, quien considera este trabajo sobre robots auto-reproductores "un paso necesario y largamente esperado hacia el sueño de máquinas que autoevolucionan". La aventura de los cangrejos Como suele ocurrir, la ciencia ficción se adelantó en varios años a esa idea y, al inicio de los años sesenta, el científico y escritor soviético, Anatoly Dneprov sorprendía a todos con un relato, hoy clásico: "Los cangrejos caminan sobre la isla". En esa historia, se dejan materiales diversos en distintos lugares de una isla en la que se "suelta" a un curioso robot en forma de cangrejo. Esa máquina extraña, localizaba y recogía los materiales adecuados y con ellos fabricaba un nuevo robot del mismo tipo. Ambos, a su vez, localizaban y recogían más materiales para seguir construyendo robots. Y así sucesivamente en una rápida progresión geométrica hasta que, ante la escasez de materiales útiles, los robots se adaptaban, modificaban sus diseños e iban construyendo nuevos robots que evolucionaban ante las exigencias del medio y la disponibilidad de recursos. Obviamente, el cuento finalizaba con una isla repleta de robots que tenían una forma más o menos paracida a la del "cangrejo" inicial, y la amenaza implícita de saltar de la isla al continente para proseguir su evolución. Los nuevos "luddites" La pregunta importante es cómo reaccionaremos los humanos ante la posibilidad de máquinas autónomas que, sin nuestra intervención, puedan evolucionar y cambiar generando, en definitiva, un nuevo tipo de vida artificial o mecánica, competidora de la vida biológica como la nuestra en un mundo con recursos limitados. En realidad ya existen precedentes de fenómenos parecidos. La tecnología de la máquina de vapor y la disponibilidad de energía mecanica generó en un primer momento la protesta y la revuelta ante la nueva disponibilidad de máquinas que podían reducir la cantidad de trabajo disponible para los humanos. El viejo sueño de la primera revolución industrial: eliminar el trabajo manual de los humanos, fue recibido con protestas y con el movimiento anti-máquina de los "luddites", un grupo nacido en las cercanías de Nottingham hacia 1811, presuntos seguidores de un posiblemente mítico Ned Ludd. Incluso en España se dió, mas adelante, la revuelta contra las llamadas "selfatinas" (self acting machines), los telares que se movían por sí solos y eliminaban buena parte del trabajo humano. Por suerte o por desgracia, el ser humano se acostumbra a casi todo y, lo cierto es que, hoy, casi doscientos años después, nadie se sorprende de las máquinas que se mueven por sí solas, y la novedad temida está en otro sitio: máquinas que muestran inteligencia o que, como los robots de Pollack y Lipson, se auto-reproducen y evolucionan. Es curioso constatar como, en mayo de 1997, el mundo se sorprendió cuando el ordenador Deep Blue ganó a un gran maestro del ajedrez y campeón mundial como Gari Kasparov, mientras que hoy nadie se sorprende de que el peor vehículo de todos corra bastante más deprisa que Maurice Greene, Karl Lewis o cualquiera de los más rápidos atletas humanos. Las solución de Asimov: las tres leyes de la robótica De nuevo la ciencia ficción viene en nuestra ayuda para el análisis de cómo aceptaremos esas máquinas que puedan ser más eficientes e incluso más inteligentes que nosotros, en el caso de que algún día la tecnociencia humana o la evolución de los robots auto-reproductores lleguen a crearlas. En los años cuarenta, el científico y escritor Isaac Asimov introdujo en la ciencia ficción las hoy famosas Tres leyes de la Robótica que, en cierta forma, eliminan la competitividad entre humanos y robots. Con su serie de relatos sobre robots, Asimov inventó el término "robótica" incluso mucho antes de que se convirtiera en una posibilidad tecnológica real, de la misma forma que el luxemburgués Hugo Gernsback inventó el término "televisor" incluso antes de que éste aparato, hoy omnipresente, fuera una relidad. Como suele ocurrir con la mejor ciencia ficción, lo importante en ella son las consecuencias y no la tecnología. Tal como decía el mismo Asimov, la buena ciencia ficción analiza: "la respuesta humana a los cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología". La tecnología de la ciencia ficción puede estar equivocada pero sus análisis de las consecuencias de nuevas realidades tecnológicas en la vida y las sociedades humanas suelen ser siempre interesantes. Los robots de Asimov tienen poco verismo tecnológico y son escasamente precursores de la robótica moderna. Su cerebro po­sitrónico es tan solo un recurso literario para sugerir su complejidad. Ética robótica De hecho, la mayor parte de las narraciones de robots de Asimov son reflexiones éticas. Es fácil comprobar que las famosas tres Leyes de la Robótica son esencialmente mandatos éticos para garantizar la convivencia en sociedad, precisamente ante la presencia de unos seres, los robots, con grandes potencialidades pero que deben quedar sujetos al control de los humanos. Asimov, conocedor de la historia, contempló siempre la posibilidad de un rechazo de los seres humanos ante los robots, y por ello las Tres Leyes establecen claramente el caracter no amenazador y predecible del comportamiento de los robots. Se eliminaba así la imagen del robot como amenaza y precisamente, gracias a las Tres Leyes de la Robótica, los robots pueden convertirse en un instru­mento para el progreso de la humanidad. Las conocidas tres leyes establecen que: 1 - Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2 - Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3 - Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Y muestran, incluso en su propia formulación, un claro orden de prioridad. Es tal vez imposible programarlas en la práctica, pero podrían ser el desideratum a perseguir para no tener que temer nunca a los robots. El mismo Asimov se sentía orgulloso de la aceptación universal de las Tres Leyes de la Robótica que daban al traste con la imagen amenazadora y bastante ridícula de la mayoría de los robots anteriores. De hecho, en el primer volumen de su auto­biografía, Asimov escribía con orgullo justificado: "nadie puede escribir una historia "estúpida" sobre robots si usa las Tres Leyes". Las tres leyes de la "humánica" El código ético resultante de esas Tres Leyes resulta mucho más transparente si se sustituye la palabra "robot" por la expresión "ser humano" en su formulación y se hacen, consecuentemente, algunos cambios menores: 1 - Un ser humano no debe dañar a otro ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2 - Un ser humano debe obedecer las leyes establecidas, excepto cuando estén en oposición con la primera Ley. 3 - Un ser humano debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Tal vez cabría discutir el orden de prioridad de las tres leyes en el caso de su aplicación a los humanos pero, en su formulación robótica, estaban obligadas a recoger también el papel subordinado que los robots deben tener ante los humanos. Leídas con el "ser humano" como sujeto, representan la expresión de conceptos tan importantes como la solidaridad, la necesaria obediencia de las normas y leyes de comportamiento social para garantizar la posibilidad de vida en común, y el derecho a la supervivencia personal. De hecho, la equiparación ética entre robots y humanos acabó convirtiendo el tema central de las narraciones sobre robots en una verdadera investigación sobre lo que significa ser humano. Uno de los personajes más "humanos" de toda la obra narrativa de Asimov es precisamente el robot Andrew Martin protagonista de "El hombre bicentenario" (1976). En su investigación sobre si hay alguna diferencia entre humanos y robots, Asimov plantea en esta narración el caso de un robot que desea ser integralmente humano con todas sus consecuencias. Andrew conseguirá primero los mismos derechos legales de los seres humanos, más tarde modificará su sistema de reaprovisionamiento energético por un dudoso sistema químico con una eficiencia parecida al sistema digestivo humano, etc., pero no logrará ser humano hasta que decida degradar su maravilloso e inmortal cuerpo y cerebro robóticos de forma que éste se deteriore paulatinamente y, como los humanos, Martin acabe finalmente muriendo. Curiosa y profunda filosofía... Conviene recordar que, cuando esta historia pasó al cine en una almibarada película homónima, obra del director Cris Columbus y con Robin Williams como actor principal, se eliminó ese heideggeriano "ser para la muerte" de Asimov como característica final de lo humano. En la edulcorada película, es el amor por su pareja lo que lleva a Andrew Martin a desear la muerte. Se perdía así, lamentablemente, la interesante reflexión filosófica a la que nos llevaba Asimov en la narración original. Cosas de Hollywood. Para leer: Ensayo - Robots, robots, robots. Edited by Harry M. Geduld & Ronald Gottesman. Boston. Little, Brown and Company. 1978. Ficción - Los cangrejos caminan sobre la isla (??).Anatoly Dneprov. En "Lo mejor de la ciencia ficción rusa", recopilada por Jacques Bergier. Barcelona. Bruguera. 1968. - El hombre bicentenario (The Bicentennial Man). Isaac Asimov. 1976. En "El hombre bicentenario y otros cuentos". Barcelona. Ediciones B, VIB (137/5). 1994
Martes, 01 de Mayo de 2007 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico
Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
Ya hace muchos años que se superó la sorpresa por las manipulaciones estadísticas del doctor Rhine en la universidad de Duke durante los años treinta, ésas que en los años cuarenta y cincuenta dieron pábulo a una posible "explicación científica" de la telepatía. Pese a todo, el tema de la telepatía fue uno de los clásicos en la ciencia ficción de los cincuenta, sobre todo tras la injusta fama que alcanzaron esos poco fiables experimentos de J.B. Rhine sobre percepción extrasensorial (ESP, entre ellos la telepatía) en la universidad Duke de Carolina del Norte. Novelas básicas en la historia del género como El hombre demolido (1952) de Alfred Bester sobre un asesinato en una sociedad de telépatas o el recurso a una "segunda fundación" asimoviana basada en cierta forma en las pseudociencias (sus miembros son "mentálicos" con poderes telepáticos y otros poderes ESP), son una clara muestra del peso de esos planteamientos en la temprana ciencia ficción de mediados del siglo XX. Tras el descrédito en que cayó, a partir de los años setenta la telepatía dejó de parecer tema serio para una narración de ciencia ficción que no quisiera caer demasiado cerca de la fantasía. Pero el tema estaba ahí y Dan Simmons lo recuperó brillantemente en El hombre vacío (1992) una novela que, junto a la citada de Bester, parece ser uno de los logros mayores de la ciencia ficción que trata el tema de la lectura de mentes. Con quince años de retraso, esa novela acaba de aparecer traducida al español por primera vez. En El hombre vacío, Jeremy Bremen es profesor de matemáticas y tiene un secreto. Durante toda su vida ha recaído sobre él la maldición de poder leer las mentes. Conoce los más secretos pensamientos, los miedos y los deseos de los demás como si fueran los suyos propios. Durante años, su esposa Gail, también telépata, ha servido como escudo entre Jeremy y el peso terrible de ese poder. Pero Gail se muere y Jeremy es de nuevo vulnerable al caótico fluir de pensamientos ajenos que amenazan destrozar su cordura. Jeremy huye e intenta escapar de su mente, de su pasado, de sí mismo. Desea vivir aislado, pero acaba siendo testigo de un brutal acto de violencia que le lanza a un fatal viaje a través de lo más sórdido y peligroso del país (Estados Unidos de América del Norte, lógicamente) como un testigo excepcional de nuestra manera de vivir. Al narrar la trágica historia de un testigo privilegiado de nuestra sociedad, El hombre vacío viene a ser una novela que podría proporcionar la base para una sorprendente e inspirada "road movie existencial". Pero Simmons incluye también un cierto análisis de la telepatía y sus posibles explicaciones. Un protagonista como Jeremy, especializado en el análisis con series de Fourier acabará usando su saber matemático para el análisis de las posibles ondas mentales que pudieran estar en la base de la telepatía. Pero no es ése el tema que queda en el recuerdo del lector, sino el largo paseo (ya les digo, casi como una "road movie") por algunos de los más turbios aspectos de nuestra sociedad. Y eso, en las manos de un brillante narrador como Simmons, acaba siendo una estimulante experiencia. Volviendo a las matemáticas, me parece justo decir que Alex Kasman,  del College of Charleston, y factotum de una web de la que ya he hablado otras veces: Mathematical Fiction (http://math.cofc.edu/kasman/MATHFICT/default.html), destaca algunos errores matemáticos en la manera como Simmons, un "no matemático", plantea el tema. Aunque el mismo Kasman acaba diciendo que "hay muchas cosas buenas sobre el libro y no quisiera exagerar la importancia de esos errores matemáticos". Errores que, para Kasman, se concentran en que Simmons parece creer (como tantos otros no especialistas) que la teoría del caos viene a ser una matemática sin fórmulas y que representa posiciones no-deterministas. Sobre todo, Kasman acusa a Simmons de que, aun reconociendo que la teoría del caos es una rama de la matemática no lineal, en cierta forma Simmons parece creer que todo lo que no sea teoría del caos ha de formar parte de la clásica matemática lineal... Imagino que las criticas de Kasman tienen gran parte de razón, pero demasiadas veces he dicho que la ciencia ficción es un arte narrativo que no tiene ninguna obligación de "hacer" ciencia. A mí, como a Jules Verne hace ya casi ciento cincuenta años, me suele bastar con que la novelística moderna dé a la ciencia el papel protagonista que tiene ya en la vida de cada día. La ciencia debe seguir buscándose en los artículos científicos y en los libros de texto, y si la ciencia ficción transmite que hay ciencia y que ésa es una de las preocupaciones y/o intereses de algunas personas ya me suelo dar con satisfecho. Dicho de otra manera, en mi lectura de El hombre vacío (en el original inglés hace ya casi quince años y, ahora, en la reciente traducción española), no me di casi cuenta de las pegas a las que alude Kasman. Y es que, como suele ocurrir con prácticamente toda la obra literaria de Simmons, un gran narrador, El hombre vacío es una buena novela y entretiene, sugiere y, por si ello, fuera poco, tiene como protagonista a un matemático que, telepatía y problemas personales al margen, tiene del mundo la visión racional que cabe esperar de un matemático... El mismo Kasman destaca que, al igual que el protagonista de El hombre vacío comparte con su esposa Gail la excitación de la posible comprensión "matemática" de la telepatía, comparte también con un científico de mayor edad el enfoque que consiste en usar el análisis de Fourier para intentar comprender un fenómeno inexplicable (¡e inexistente!) cual sería la telepatía. En la novela, Jeremy Bremen encuentra a otro matemático, superviviente del holocausto perpetrado por los nazis, cuyos estudios sobre las ondas cerebrales parecen coincidir y/o complementar los suyos propios. En el camino de su investigación, cual corresponde a una potente y sugerente novela de ciencia ficción, el protagonista no sólo se acerca al descubrimiento y la comprensión matemática de las habilidades psíquicas, sino que se acerca también al posible sentido de la mecánica cuántica y, a través de ella, al curioso papel que podría jugar la mente humana no solo como observadora del universo, sino también como elemento central en su mismísima configuración, tal y como parece sugerir la interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica. No es poco para una novela. Para finalizar les diré que Dan Simmons es hoy un escritor famoso y popular. Los hoy llamados "Cantos de Hyperion" (cuatro títulos entre 1990 y 1997) reconstruían la estructura de los Cuentos de Canterbury de Chaucer en clave de ciencia ficción en un claro homenaje al poeta inglés John Keats y a toda la literatura. Más recientemente, el brillante díptico Ilión/Olympo (2003 y 2005) viene a ser la recreación de la Ilíada de Homero en clave de ciencia ficción. Pero eso siempre sólo en una primera aproximación: cualquier obra de Simmons incluye demasiados elementos para reducirla a una única caracterización. Como ocurre también con El hombre vacío. Para leer: Ficción - El hombre vacío. Dan Simmons. Barcelona. Ediciones B, NOVA (núm 202). 2007
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Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
Siguiendo con nuestra serie sobre cómo la ciencia ficción ha contemplado la realidad de los diversos planetas, hay que decir que los narradores no se han detenido en los planetas realmente existentes. La ciencia ficción cubre muchas más facetas. Planetas inventados: la imaginación controlada Uno de los más serios problemas a los que se enfrentan algunos autores de ciencia ficción, es el imaginar de forma coherente nuevos entornos planetarios. El problema incluye diversos aspectos que han de ser analizados con rigor en función de los conocimientos astronómicos y cosmológicos de que disponemos. Es un problema que incluye diversos y variados aspectos: desde la dinámica de sistemas solares con más de una estrella, a la forma en que las estrellas afectan la formación de los planetas, pasando por los efectos de la masa, la gravedad y el campo magnético del planeta en cuestión, etc. Y todo ello sin olvidar el complemento que pueda representar la bioquímica de una posible vida planetaria y la forma en que las condiciones físicas del planeta y de su sistema solar influencian la evolución de la vida. No son problemas banales ni sencillos y, aunque muchos autores (literatos en suma) evitan detenerse en ellos, hay también brillantes especialistas en imaginar mundos diversos e intentar hacerlo de forma respetuosa con lo que la ciencia actual conoce. Uno de los autores que más destaca en este campo es Hal Clement, quien, en Misión de gravedad (1953), describe la vida en las duras condiciones del planeta Mesklin, un planeta con un gran gradiente de gravedad y con unos curiosos habitantes. El planeta Mesklin, casi en forma de disco y con gran velocidad de rotación, es grande y muy denso. La gravedad en su superficie varía enormemente desde 3g en el ecuador hasta los 700g de los polos. Los océanos son de metano líquido y la nieve es amoníaco congelado. En esas condiciones de pesadilla viven los "mesklinitas" quienes, debido a la práctica bidimensionalidad de sus vidas (mirar hacia arriba es algo incluso físicamente difícil a causa de la gravedad), han tenido que desarrollar una curiosa cultura y una sociedad perfectamente acordes con las condiciones de su entorno. La novela es un perfecto ejemplo de la construcción coherente de un mundo en el que las condiciones físicas representan una dificultad adicional para la vida. La problemática de una gravitación exagerada ha sido recogida y actualizada por el Dr. Robert L. Forward en Huevo del Dragón (1980). En un evidente homenaje a la obra de Clement, el Dr. Forward especula con la posible vida de unos seres francamente distintos que habitan nada más y nada menos que en la superficie de una estrella de neutrones. Las condiciones en la estrella de neutrones son, evidentemente, infernales. Sesenta y siete mil millones de veces la gravedad terrestre han comprimido la estrella a una esfera de sólo veinte kilómetros de diámetro que experimenta una revolución (un "día") en sólo 200 milisegundos. Y, por si ello fuera poco, además la fuerza del campo magnético (un billón de gauss), altera los núcleos de la corteza y, también, las reacciones químicas habituales en nuestro mundo son reemplazadas por nuevas reacciones de neutrones. En ese mundo imposible, el Dr. Forward imagina que existe vida, la de los "cheela", los seres ameboides de la corteza de la estrella, que experimentan en una hora el equivalente de más de cien años de vida terrestre. Los detalles técnicos de su anatomía y biología son también verosímiles por su correcta adaptación al difícil mundo en que viven. Como era de esperar, (e incluso agradecer) la novela dispone de un interesante "Apéndice técnico" donde el autor, investigador en el campo de la astronomía gravitatoria, expone el posible fundamento de ésas que, a primera vista, parecen especulaciones un tanto exageradas. Se trata, en ambos casos, de algunos de los mejores exponentes de la mejor ciencia ficción hard, de esa ciencia ficción no siempre tan abundante como sería de desear, que intenta especular coherentemente al amparo de los conocimientos científicos disponibles. Una forma amena de sugerir especulaciones en torno a la ciencia por medio de una trama de aventuras que las hagan aún más amenas. El verdadero núcleo de la ciencia ficción. Pero, conviene no engañarse, hacer buena ciencia ficción hard no es fácil, por eso no es de extrañar que, en las últimas décadas hayan aparecido incluso manuales que pretenden ayudar a los escritores de ciencia ficción en ese duro cometido. Respecto de la creación imaginada de nuevos mundos, cabe destacar libros como World-Building: A writer's guide to constructing star systems and life-suppporting planets (1996) de Stephen L. Gillett. Planetas inventados: la imaginación desbordada A veces los autores de ciencia ficción imaginan cosas francamente sorprendentes. A mediados de la década de los cincuenta, un astrónomo famoso, Fred Hoyle, especuló novelísticamente con la idea de lo que pudiera ocurrir si una masa de materia interestelar pudiera llegar a estar dotada de inteligencia. La idea que Hoyle planteara en La nube negra (1957), fue retomada recientemente por otro autor de ciencia ficción, el veterano Frederik Pohl, en El mundo al final del tiempo (1990). Otra idea un tanto paradójica y no menos sorprendente es la de imaginar una mente única a nivel planetario. Uno de los mejores ejemplos de ello es el descrito en Solaris (1961), la magistral novela de Stanislaw Lem que, diez años después, dio lugar a una dilatada y reflexiva versión cinematográfica dirigida por Andrei Tarkovski y mucho después, otra, estadounidense esta vez, protagonizada por George Clooney. Y conviene destacar que la novela de Lem se escribió incluso antes de la hipótesis Gaia de James Lovelock, quien ve también a nuestro propio planeta como un descomunal organismo vivo, un todo viviente, coherente, autorregulador y autocambiante, sometido a las reglas de la homeostasis. Solaris es un curioso planeta que orbita entre dos soles, uno rojo y otro azul. Es evidente que tal supuesto es arriesgado. Sabemos que, en esas condiciones, la órbita no puede ser estable y que, tarde o temprano, el planeta será engullido por uno de los dos soles. Pero, nos cuenta Lem, eso no ocurre con Solaris. Milagrosamente la órbita permanece estable y lo lógico es suponer que algo o alguien colabora a ese hecho insólito según la mecánica celeste. Solaris es un planeta cuyo diámetro sobrepasa en un quinto el diámetro de la Tierra, pero que dispone de una masa varias veces inferior a la de nuestro planeta. La superficie de Solaris está cubierta por un océano tachonado de innumerables islas, a modo de altiplanicies. Pero todas esas islas suman una superficie que es incluso inferior a la de Europa. Se trata, evidentemente, de un mundo acuático. En la hipótesis de Lem, ese océano es una formación orgánica, una entidad compleja que viene a representar toda la vida existente en Solaris: un único habitante pero gigantesco. Una vida que parece haber evolucionado no sólo para adaptarse al medio, sino para dominarlo. Efectivamente: la razón última de la imposible estabilidad del planeta parece residir en ese océano al que los físicos, sin por ello asig­narle la categoría de ser vivo, han denominado "máquina plasmática" por haber encontrado cierta relación entre los procesos que tienen lugar en ese océano y el potencial de gravitación medido localmente. En cierta forma, la estabilidad de la órbita se explica a expensas de generar un misterio mucho mayor. Tanto la novela como las versiones cinematográficas, parecen orientadas a sugerir los inevitables límites del ser humano y de su capacidad de comprender lo intrínsecamente distinto. En realidad, Solaris viene a ser un caso extremo de "contacto con inteligencias extraterrestres" (otro tema especulativo muy propio de la ciencia ficción) y, en el fondo, una reflexión que bordea la metafísica en torno a si existe o no una verdad absoluta. Inevitablemente seres tan distintos como ese océano y el humano protagonista parecen condenados a no comprenderse. Lem imagina, consecuentemente, una nueva ciencia, la "solarística" construida en torno a las raras experiencias que surgen en un mundo como Solaris donde incluso las mediciones de los aparatos electrónicos muestran una actividad fantástica agravada por el hecho de que esas mediciones nunca resultan ser repetibles. Posiblemente la interacción de ese misterioso océano altera los datos y amenaza incluso a un hecho capital en la ciencia observacional moderna: la postulada capacidad de poder repetir los experimentos. Un postulado que, simplemente, no se da en el planeta Solaris, lo que, implícitamente, deja en mal lugar a la ciencia como herramienta última de conocimiento. La "solarística" empieza a alzarse como una nueva fe disfrazada de aspectos científicos, como una posible nueva religión de la era cósmica. De una arriesgada hipótesis planetaria, Lem extrae como consecuencia un interesado análisis de los límites propios del ser humano. Límites individuales cuando las mentes de los protagonistas rehúsan aceptar sus creaciones mentales que parecen haberse convertido en reales en Solaris; y límites como especie incapaz de superar las barreras del propio antropocentrismo. La comprensión de la inteligencia alienígena resulta imposible al margen de nuestro propio marco de referencia cultural y filosófico, evidentemente limitado. Hay otros ejemplos de imaginación completamente desbordada en la ciencia ficción que ha imaginado sistemas planetarios. Uno de los más sorprendentes es el que inventa el británico Bob Shaw en Los astronautas harapientos (1986), donde dos planeta, Land y Overland sólo están separados por unos miles de kilómetros, comparten atmósfera y puede irse de un planeta al otro en globo aerostático. Para ahorrarse las inevitables críticas de verosimilitud científica, Shaw incluye en la novela una escena en la que un científico descubre el valor de π que resulta ser exactamente 3. El lector se  convence así de que esos planetas no existen en nuestro universo y, benévolo, olvida las críticas... Aunque el caso más clásico y famoso de sistema planetario extraño imaginado por la ciencia ficción es el planeta Lagash de Cae la noche (1941) de Isaac Asimov. El relato surgió como fruto de una sugerencia del editor John W. Campbell a partir de una cita del poeta Ralph Waldo Emerson: "Si las estrellas aparecieran una sola noche cada mil años... ¿cómo podrían los hombres creer y adorar, y conservar durante generaciones el recuerdo de la ciudad de Dios?". Asimov imaginó un sistema planetario con siete soles de manera que, en Lagash, sólo se hace de noche una vez cada dos mil cincuenta años. La inesperada y pavorosa llegada de la noche (y la visión de las misteriosas y tal vez peligrosas estrellas...) hace que la civilización de Lagash entre en crisis a cada ciclo astronómico y se destruya precisamente cada dos mil cincuenta años, teniendo que volver a empezar cada vez desde cero. Una curiosa manera de visualizar casi literalmente a la sugerencia de Emerson. Para leer: Ensayo - World-Building: A writer's guide to constructing star systems and life-suppporting planets (1996), Stephen L. Gillett. Ficción - Misión de gravedad (1953), Hal Clement. - Huevo del Dragón (1980), Robert L. Forward. - La nube ne­gra (1957), Fred Hoyle. - Solaris (1961), Stanislaw Lem. - El mundo al final del tiempo (1990), Frederik Pohl.
Jueves, 01 de Marzo de 2007 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico
Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
Siguiendo con la visión que la ciencia ficción ha mostrado de los planetas, bueno será detenernos con mayor detalles en los dos más cercanos a la Tierra: Marte y Venus. Marte Tim Burton lo vio claro y así nos lo mostró en su reciente Mars Attacks!: la imagen tópica del extraterrestre ha sido siempre la de esos supuestos "marcianos" que, desde los mal interpretados "canali" de que hablara Schiaparelli en 1877, han poblado la imaginación de muchos: los "marcianos" son bajitos, verdes, cabezudos y, todo hay que decirlo, según Burton resultan más bien perversos y malvados. Hoy sabemos que Marte es muy distinto de lo imaginado por Per­ci­val Lowell en su libro Marte (1896). Para Lovell, Marte era un mundo frío, árido y lleno de rojos desiertos, pero con unas escasas áreas de tierra cultivable perfectamente capaces de sustentar la vida. Por eso Herbert G. Wells, en La guerra de los mundos (1898), hacía llegar de Marte una amenaza que, años más tarde, Orson Welles convertiría en pánico generalizado en toda Norteamérica cuando, en 1938, realizó la famosísima versión radiofónica de esa novela. Setenta años después de Lowell, los datos del Mariner VI (llegada a las cercanías de Marte en julio de 1965) nos aportaron la evidencia de lo que muchos ya sospechaban: un planeta extremadamente frío, casi sin atmósfera y sin vida. No hay marcianos. Después hemos ido aprendiendo más y más datos sobre el vecino planeta. Ahora empezamos a pensar que puede incluso haber agua en él... Pero, mientras tanto, la ciencia ficción ha usado y abusado de Marte como posiblemente no haya hecho con ningún otro lugar del universo. Ese Marte imaginado contempló las extravagantes aventuras de John Carter, escritas por Edgar Rice Burroughs (el creador de Tarzán) a la busca de otros ambientes exóticos para las aventuras de sus protagonistas cuando África empezaba a parecer agotada en este sentido. La serie se inicia con Una princesa de Marte (1912), una heroína tal vez guapa pero, por cierto, de piel rojiza y reproducción ovípara... Marte fue también el planeta donde Stanley Weinbaum imaginó uno de los seres más curiosos de la ciencia ficción de todos los tiempos: Tweel, el pseudo-avestruz de Una odisea marciana (1934). Y fue también el referente poético de ese Marte imposible pero entrañable de las Crónicas marcianas (1950) de Ray Bradbury que tanto gustaron a Jorge Luis Borges. Y ello sin olvidar las irónicas y divertidas peripecias de esos marcianos incordiantes y chismosos de Marciano, vete a casa (1955) de Fredric Brown, o ese iluminado mesías marciano que lo revolucionaba prácticamente todo en Forastero en tierra extraña (1961) de Robert A. Heinlein. Imaginación desbordada que se refería a Marte sin atender a su posible realidad, aunque hubiera curiosas excepciones como Las arenas de Marte (1951) de Arthur C. Clarke que, desgraciadamente, no marcaron la pauta. Pero los Mariner y el Viking lo cambiaron todo. En los años setenta, la ciencia ficción comprendió que, a falta de marcianos, si ha de haber vida en Marte habrá que modificar o bien al ser humano o, mucho más agresivamente, alterar toda la ecología planetaria marciana para que pueda albergar con comodidad la vida nacida en la Tierra. En el primer caso, Frederik Pohl, en Homo Plus (1976), postula el uso de la cirugía y nuevos órganos artificiales para completar aquello que nos ha proporcionado la evolución. Para explorar y vivir en Marte, el Homo Sapiens deberá convertirse en un nuevo ser (ese Homo plus del título), un cosmonauta cyborg, mitad humano y mitad robot con mayores pulmones para respirar una atmósfera enrarecida, ojos multifacetados adaptados para ver en la gama de los infrarrojos, una piel casi acorazada, alas añadidas para incorporar baterías solares que alimenten su mitad cibernética, y un largo etcétera de modificaciones. Ése sería el precio de querer habitar el planeta rojo. Más recientemente, la imprescindible adaptación del ser humano para poder vivir en Marte se resuelve con la ayuda de la nanotecnología en obras de gran brillantez temática y estilística como Marte se mueve (1993) de Greg Bear, que contiene diversas sorpresas en referencia no sólo a esa capacidad de adaptación humana, sino incluso alguna opción directamente relacionada con el título de la novela. La otra posibilidad es la "terraformación planetaria", uno de los más descomunales proyectos de ingeniería biológica que el ser humano ha imaginado: modificar la entera ecología de un planeta para que, en el menor tiempo posible, desarrolle unas condiciones adecuadas para que los seres humanos podamos vivir en él. Fue Carl Sagan quien abordó el tema de la terraformación en su interesante libro de divulgación científica La conexión cósmica (1973). Y una reciente trilogía de Kim Stanley Robinson: Marte Rojo (1991), Marte Verde (1992) y Marte Azul (1996), es, hasta la fecha, la mejor muestra de esa necesaria y escalonada transformación del planeta rojo hasta convertirse en otro maravilloso planeta azul, hijo esta vez de la tecnología del Homo Faber terrestre. Venus El caso de los presuntos "canales" de Marte que nunca existieron, es un ejemplo claro de un error que, por diversas razones, se difunde y pervive durante muchos años. Pero, al menos, en el caso de Marte, existen las viejas observaciones de Schiaparelli y esa referencia a unos posibles "canali" de los que él mismo hablara en 1877. No es demasiado extraño que, buscando precisamente esos canales, Percival Lowell imaginara haberlos encontrado y la imagen de un Marte surcado por canales y posiblemente habitado haya pervivido muchos años. Mucho peor ha sido lo que ha pasado con Venus. A los ojos de los primeros astrónomos que lo estudiaron, el planeta que los clásicos asociaron al amor ofrece una imagen brillante y sin relieves. A finales del siglo XIX y principios del XX, Venus era un misterio para los observadores. Muy pronto se concluyó que estaba cubierto de una capa permanente de nubes. Si se veían nubes, tenía que haber agua y, seguramente por eso, el Venus de la imaginación popular se convirtió en un planeta oceánico dominado por las aguas y, como complemento, la posibilidad de inmensas junglas de lujuriosa vegetación. La sonda Mariner II, lanzada el 27 de agosto de 1962, llegó a unos 30.000 kilómetros de Venus el 14 de diciembre del mismo año. Nos enseñó que no había líquido alguno en la superficie de Venus, y que las nubes observadas, formadas en su mayoría por dióxido de carbono, creaban un enorme efecto invernadero que mantenía en la superficie temperaturas de varios centenares de grados centígrados. Posteriormente, en 1964, con estudios realizados con ondas de radar se averiguó que Venus completaba una rotación cada 243 días (en realidad, 18 días más que la duración de su año) y, lo más curioso, esa rotación era en dirección contraria a la del resto de los planetas. Con toda seguridad, al menos para los intereses de la imaginación, tal vez era preferible el poético planeta oceánico con mucha vegetación. Resultaba fácil imaginar en él la continuación de las aventuras de descubrimiento que en la Tierra ofrecieron durante el siglo pasado las por entonces ignotas tierras de África. Así lo hizo, por ejemplo, C.S. Lewis en Perelandra (1943) donde un Venus oceánico, con grandes islas de vegetación flotante, era el ambiente ideal para rediseñar y actualizar el mito de Adán y Eva. La idea de las islas flotantes de Venus parece proceder de otro autor británico: Olaf Stapledon, quien en su obra Últimos y primeros hombres (1930) ya habla de islas flotantes en Venus. Y lo hace como consecuencia de lo sugerido en "El último juicio", un artículo de 1927 del biólogo J.B.S. Haldane (también británico) quien sugería que Venus podría ser un hogar adecuado para la humanidad cuando la Tierra dejara de ser habitable. Con el devenir de la imaginación volcada al espacio que representa la primera época de la ciencia ficción, Venus fue escenario de todo tipo de aventuras como las de Los mercaderes del espacio (1953) de Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth con un Venus inevitablemente húmedo y con minas en las que el protagonista debe reconstruir su futuro personal amenazado en una civilización ultra-capitalista excesivamente dependiente de la publicidad y el consumo. Como ya comenté el mes pasado, incluso Isaac Asimov recurrió al Venus oceánico como escenario de una de las aventuras de Lucky Starr, el Ranger del Espacio que protagonizó una serie de novelas para adolescentes publicadas en los años cincuenta. Desde 1970, Asimov obliga a que se publique una breve introducción de dos páginas aclarando el carácter irreal del Venus que nos presenta, por ejemplo en Los océanos de Venus (1954), al igual que había exigido cuando se reeditó la novela de esa misma serie ambientada en Marte: Lucky Starr: El ranger del espacio (1952). Conocida ya la realidad, otros autores de ciencia ficción han abordado la dura tarea de imaginar un Venus habitable por los humanos y, por consiguiente, la difícil terraformación de un planeta hoy muy alejado de poder permitir la vida humana en su superficie. El más interesante de esos esfuerzos puede ser el que realizó Pamela Sargent con Venus of Dreams (1986) y Venus of Shadows (1988), y cuyo éxito en Estados Unidos hizo que, años después, apareciera el volumen que cierra la trilogía: Child of Venus (2001). Como puede verse, Sargent "terraformó" Venus bastantes años antes de la terraformación de Marte de la famosa trilogía sobre Marte de Kim Stanley Robinson. Pero muchos, terrible paradoja, siguen prefiriendo ese Venus oceánico y aventurero que conocieron en su infancia, cuando el Mariner II todavía no había destruido los viejos sueños de aventura con la ayuda de la más cruda realidad...   Para leer: Ficción - Crónicas marcianas (1950), Ray Bradbury, Barcelona, Minotauro, 2002. - Marciano, ¡vete a casa! (1955), Fredric Brown, Madrid, Bibliópolis, 2003. - Forastero en tierra extraña (1961), Robert A. Heinlein, Barcelona, Destino, 1991. - Homo Plus (1976), Frederik Pohl, Barcelona, Ediciones B (VIB), 2000. - Marte se mueve (1993), Vernor Vinge, Barcelona, Ediciones B (NOVA, 79), 1995. - Marte Rojo / Marte Verde / Marte azul (1991, 1992, 1996), Kim Stanley Robinson, Barcelona, Minotauro, 1998. - Venus of Dreams / Venus of Shadows / Child of Venus (1986, 1988, 2001), Pamela Sargent, New York, Bantam Books.
Jueves, 01 de Febrero de 2007 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico
Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
El mes pasado les prometía hablar de la inmortalidad y de como la ha tratado la ciencia ficción pero, como suele ocurrir (y bien lo saben los lectores adictos a esta sección...), he cambiado de idea, y ese prometido texto sobre la inmortalidad va a quedar para un futuro espero que cercano (mayo, según mis cálculos de los que, evidentemente, no cabe fiarse...). Ocurre que, en marzo de 2004, fui invitado por la Universidad de Salamanca a intervenir en la edición de ese año del Curso de Ciencias Planetarias que se organizó en 2003 y 2004 dentro del marco de sus llamados "Cursos Extrraordinarios". En un entorno "serio" de ponencias francamente interesantes y de fecundo contenido científico, se me invitó a dar una charla (imagino que más relajante...) sobre "Planetas de Ciencia Ficción" con la visión que de las ciencias planetarias había dado la ciencia ficción. Rememoro esto ya que algunos de los estudiantes presentes debieron encontrar realmente relajante la charla y me han propuesto volver a darla, corregida y aumentada, según suele decirse. Esta vez va a ser en la Facultad de Física de la Universidad de Santiago de Compostela con ocasión del veinticinco aniversario de la fundación de esa facultad. Ahí voy a estar, el 17 de enero, hablando precisamente de lo que esta entrega empieza a desbrozar un poquito. Empecemos pues: El ser humano tiende a recurrir a su potente imaginación cuando carece de conocimiento más seguro y fiable sobre ciertas cosas. Por ejemplo, durante muchos siglos, el rayo era la manifestación del enfado de Zeus hasta que se descubrió su explicación científica: una diferencia de potencial eléctrico entre el cielo y la tierra... Afortunadamente, la ciencia, con sus explicaciones seguras y fiables, nos permite un mayor control del mundo que nos rodea. Siguiendo la vieja idea de Francis Bacon en su Novum Organum (1620), nuestro conocimiento de la naturaleza ha de servir para dominar el mundo. Así, saber cómo funciona el rayo permite inventar el pararrayos y limitar los efectos de una tormenta. Y lo logra con mucha mayor eficacia que ofreciendo a un dudoso Zeus sacrificios de todo tipo para reclamar su benevolencia y evitar que, enfadado, nos lance sus demoledores rayos. También los planetas (como ocurre con tantos otros fenómenos que han sido objeto del estudio científico: robots, clones, viajes espaciales, etc.), han sido objeto del imaginario popular antes de la llegada del conocimiento científico en sí. Las manifestaciones más características han sido las de la ciencia ficción. La ciencia ficción es una narrativa específica, nacida en el siglo XIX y desarrollada básicamente, en literatura y cine, a lo largo del siglo XX. En adecuada definición de Isaac Asimov, la ciencia ficción sería esa narrativa especializada en "estudiar la respuesta humana a los cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología". Lo que proporciona tanto el aspecto humano que da interés a las narraciones de ciencia ficción, como la reflexión sobre el alcance y el efecto de los conocimientos tecnocientíficos. Respecto de la imaginación popular en torno a los planetas, el ejemplo más significativo lo ofrecen, como no podía ser de otra manera, los planetas más cercanos a la Tierra en el Sistema Solar: Marte y Venus. Aunque no son los únicos: Júpiter, Mercurio y el cinturón de asteroides también han ocupado la imaginación de los escritores de ciencia ficción que también se han atrevido especulando sobre planetas completamente inventados con características francamente sorprendentes. Ciencia obsoleta La ciencia puede y debe llegar a ser obsoleta. Se basa, precisamente, en la característica un tanto excepcional y novedosa de aceptar ser falsada. Para Karl Popper, sólo es ciencia el saber que elabora sus teorías de manera que otros puedan intentar demostrar que son falsas. La ciencia no tiene pretensiones de verdad absoluta (como ocurre, por ejemplo, con las religiones) y se conforma, muy humildemente, con ser una certeza provisional. No es poco. El propio conocimiento científico evoluciona al concretarse y ampliar el campo de aplicación de las teorías. Por ejemplo, la relatividad de Einstein incluye (a bajas velocidades) la mecánica newtoniana que pasa a ser válida y operativa sólo en un reducido ámbito de velocidades, llegando así a ser, de alguna forma, un subconjunto de la mecánica einsteniana. En astronomía se creyeron muchas cosas que luego se ha demostrado que no eran ciertas. Desde una Tierra plana a una cosmología con todo, planetas, sol y estrellas, girando en torno a una Tierra que, durante muchos siglos, fue el centro del universo. Ésa era una visión científica del universo que, hoy, ha quedado obsoleta y ha sido superada por nuevas teorías. Mucha ciencia ficción e incluso algunos buenos divulgadores científicos como Isaac Asimov han sufrido el desastroso efecto de este continuo actualizarse del conocimiento científico. En los años cincuenta, por ejemplo, Asimov optó por desarrollar una interesante iniciativa que bordea la divulgación científica aún manteniéndose en el seno de la ciencia ficción. En esos años cincuenta se pusieron de moda en la ciencia ficción los llamados “juveniles”, es decir, libros orientados a un público juvenil. Asimov pensó en escribir una serie de novelas de aventuras ambientadas en distintos lugares del sistema solar para, de pasada, enseñar a los jóvenes (y, también, a los no tan jóvenes...) lo que entonces se sabía de los planetas del sistema solar. Se trata de la serie de seis libros de aventuras protagonizados por David Starr, enseguida conocido como “Lucky” Starr, un ranger del espacio que vivía todo tipo de aventuras en Mercurio, Venus, Marte, el cinturón de asteroides, las lunas de Júpiter y los anillos de Saturno. Cuando se publicaron por primera vez, entre 1952 y 1958, iban firmados con el seudónimo Paul French (literalmente “Pablo Francés”), y en muchos lugares, como en España, se publicaron en colecciones destinadas a un público adulto, como ocurrió en 1957 al aparecer Lucky Starr y el gran sol de Mercurio como número 43 de la colección Nebulae. Pero “las ciencias adelantan que es una barbaridad” como ya nos decía la zarzuela. En pocos años, las sondas aerospaciales y nuevas investigaciones astronómicas llevaron a un mayor conocimiento de los planetas del sistema solar, lo que hizo realmente obsoletas las condiciones de entorno en las que se desarrollaban algunas de las aventuras de Lucky Starr. En los años setenta, aprovechando el tirón del ya muy establecido y famoso nombre de Asimov, los editores quisieron reeditar esas novelas protagonizadas por Lucky Starr, pero los nuevos conocimientos científicos convertían en engañosa lo que, sólo quince años antes, había sido honesta divulgación científica. Afortunadamente, las portadas de la nueva edición ya se dirigían claramente al público adolescente y juvenil. Asimov optó entonces por incluir en algunos libros (básicamente los dedicados a Mercurio, Venus y Marte) una brevísima introducción en la que explicaba que el saber astronómico sobre esos planetas había cambiado: Mercurio no tenía una cara expuesta siempre al Sol como se creía sino que rotaba cada 58 días; Venus no estaba formada por océanos como se creía erróneamente por culpa de su espesa atmósfera de nubes; y la atmósfera de Marte era mucho menos densa de lo que se creía en los años cincuenta. Correcciones imprescindibles si los libros debían seguir cumpliendo ese cometido de “instruir deleitando” que tanto gustaba al Dr. Ing. Miguel Masriera director de la colección Nebulae en su primer etapa... Para leer: Ficción - Lucky Starr: El ranger del espacio (1952), Isaac Asimov. Barcelona. Bruguera, Todo Libro. 1980. - Lucky Starr: Los piratas de los asteroides (1953), Isaac Asimov. Barcelona. Bruguera, Todo Libro. 1980. - Lucky Starr: Los océanos de Venus (1954), Isaac Asimov. Barcelona. Bruguera, Todo Libro. 1980. - Lucky Starr: El gran sol de Mercurio (1956), Isaac Asimov. Barcelona. Bruguera, Todo Libro. 1980. - Lucky Starr: Las lunas de Júpiter (1957), Isaac Asimov. Barcelona. Bruguera, Todo Libro. 1980. - Lucky Starr: Los anillos de Saturno (1958), Isaac Asimov. Barcelona. Bruguera, Todo Libro. 1980.
Lunes, 01 de Enero de 2007 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico
Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
Uno de los viejos sueños de la humanidad es escapar a la muerte y no tener la vida limitada en el tiempo. Lo llamamos inmortalidad. Pero la inmortalidad, en su sentido más literal, es del todo imposible. Nuestro universo, aunque muy duradero en el tiempo, tiene su final anunciado ya sea en el posible Big Crunch o, simplemente, por el deterioro energético a que obliga la segunda ley de la termodinámica. Todo lo que forma parte de este universo está llamado a tener un final y, aún cuando ya nos gustaría pervivir los eones que le quedan todavía al universo, lo cierto es que nunca podremos ser literalmente inmortales. Aunque imposible, la inmortalidad ha sido siempre uno de los temas típicos de la mejor ficción especulativa de la que la ciencia-ficción es el mejor exponente. En realidad, bajo ese nombre lo que está en discusión es una longevidad extrema, la libertad de escapar al envejecimiento o, simplemente, alcanzar edades provectas con la plenitud de facultades típica de la juventud acompañadas, eso sí, con una mayor experiencia y conocimiento. En la tradición literaria habitual, desgraciadamente, la inmortalidad o la vida muy longeva suele ser vista como una aspiración errónea y falaz. Casi siempre se incide en el inevitable aburrimiento de una vida demasiado larga, como si la capacidad de sorpresa de nuestro intelecto quedara seriamente limitada con la longevidad. Afortunadamente, eso no coincide con lo que hoy sabemos, ya que el cerebro es el órgano humano que mejor resiste al envejecimiento (salvo en el caso de que se presente una patología neurodegenerativa). Se puede llegar a anciano manteniendo la lucidez y la agilidad mental, y ejemplos paradigmáticos como el de Bertrand Russell resultan aleccionadores a ese respecto. Sea como sea, una mayor longevidad es ya una realidad. En el mundo occidental, la esperanza de vida al nacer se ha incrementado de forma espectacular. Hace tan solo un siglo, en 1900, la vida media en España era de sólo 35 años, y hoy la esperanza de vida al nacer es ya de 82.5 años para las mujeres y 75.3 años para los hombres. Un aumento de la duración de la vida de más del 200% en sólo 100 años. Y, en este caso, la causa reside tan sólo en la simple mejora de las condiciones de vida: agua potable, cuidados sanitarios, mejor alimentación, incremento de la tecnología médica, etc. A lo largo de la historia, llegar a centenario había sido posible sólo para algunos. Los investigadores afirman, por ejemplo, que Ramsés II se acercó a los cien, y de eso hace ya unos buenos 3250 años. Olvidando por ahora las dudosas cuentas del viejo Matusalén, parece ser que la persona que alcanzó mayor edad en la historia es la francesa Jeanne Calment que falleció en 1997 a los 122 años de edad. Llegar a centenario hoy ya no es demasiado problemático y, según se dice, la reina de Inglaterra, que tiene la costumbre de felicitar a aquellos de sus súbditos que alcanzan los 100 años de edad, envía ahora diez veces más felicitaciones que cuando llegó al trono, hace ya medio siglo. La gran pesadilla de los sistemas de seguridad social, un mundo de viejos, empieza a ser una realidad inevitable para el siglo que empezamos. Las últimas estimaciones de las Naciones Unidas establecen que la actual población del planeta pasará de los 6000 millones actuales a unos 8900 millones en el año 2050, pero que el número de personas que superan los 60 años, que hoy son unos 600 millones, pasarán a ser 2000 millones en ese mismo año 2050. Un mundo de ancianos. El envejecimiento y la muerte son consecuencia de la propia vida. En realidad, la naturaleza nos necesita como individuos para que podamos procrear y dar continuidad a la especie. No es nada extraño que, una vez superada la edad fértil, la naturaleza no se preocupe tanto de mantenernos con vida: en ese sentido, ya hemos realizado nuestra función en el mundo. Es, en definitiva, nuestra tecnología la que parece estar cambiando las reglas del juego evolutivo ya que, afortunadamente, con la cultura y la tecnociencia, los humanos nos hemos distanciado de los simples mecanismos biológicos que, pese a todo, siguen actuando en nosotros. Curiosamente, a veces la ciencia-ficción nos ha prevenido contra ese envejecimiento de la especie llegando incluso a extremos un tanto exagerados. En los años sesenta, con el creciente culto a la juventud tan típico de esa década, William F. Nolan y George Clayton publicaron La fuga de Logan (Logan's Run, 1967), una curiosa novela llevada al cine en 1976 con la dirección de Michael Anderson y protagonizada por Michael York. Más tarde, tras el éxito de la película, se hizo una serie de televisión protagonizada por Gregory Harrison y de la que se emitieron 14 episodios desde septiembre de 1977 a enero de 1978. Tras el éxito de la película, Nolan escribió continuaciones como Logan's World, Logan's Search, Logan's Return e incluso se hizo una confusa serie de cómics sobre el tema (Marvel). La historia original, la de la primera novela, trata de un futuro, en el cercano siglo XXIII, en donde, tal vez para evitar los problemas del exceso de población, todos aceptan morir ritualmente al cumplir los 21 años (en la versión cinematográfica se alargó hasta los 30 años...). En la novela, la edad de cada persona está marcada por el color de un cristal alojado en la palma de su mano derecha: amarillo hasta los 7 años, azul de 7 a 14, rojo de 14 a 21 hasta llegar al último día (lastday) en que el cristal parpadea entre rojo y negro hasta que al final de ese último día se vuelve completamente negro. Ni que decir tiene que hay algunos que se niegan a morir y se convierten en "escapados" (runners) a un mítico "santuario" fuera de las ciudades. Una autocracia juvenil que hoy sabemos exagerada y demasiado alejada de la realidad que nos aguarda en el futuro cercano: un mundo de ancianos. Pero hay mucho, muchísimo, más sobre la inmortalidad en la ciencia ficción y a ello volveremos el próximo mes de enero, si las tradicionales comidas de las fiestas navideñas no lo impiden... Para leer: Ficción - William F. Nolan's Logan: A Trilogy / Logan's Run / Logan's World / Logan's Search, William F. Nolan, New York, Dell Books, (1992). Para ver: Ficción - La fuga de Logan (1976), Director: Michael Anderson, Warner Bross, E.E.U.U.
Viernes, 01 de Diciembre de 2006 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico
Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
La imagen de una máquina capaz de parecerse a su creador ha configurado durante mucho tiempo el imaginario social en torno al robot. Hollywood, con sus Terminator y demás, se ha mantenido fiel a una vieja idea, con raíces en los luddites contrarios al maquinismo, que contempla al robot como una amenaza que ha de terminar con la vida humana sobre el planeta. Esa misma idea tiene una formulación científica bastante reciente que contempla un posible fenómeno como ése desde la óptica de lo que ocurre en (o tras, si eso tiene sentido...) una singularidad matemática. Su autor es el estadounidense Vernor Vinge, hasta hace unos años profesor asociado de informática (computer science) en la San Diego State University y, además, uno de los buenos autores de la mejor ciencia ficción que hoy se escribe. En marzo de 1993, Vinge presentaba en VISION-21, un simposio patrocinado por la NASA, su tesis sobre la llamada "singularidad tecnológica" (puede encontrarse en la web, por ejemplo, en http://www-rohan.sdsu.edu/faculty/vinge/misc/singularity.html). Él mismo resumía así la idea: "En unos treinta años, dispondremos de los medios tecnológicos para crear inteligencia superhumana. Poco después, la era humana acabará". Como siempre el horizonte temporal puede ser discutible (30 años), pero la idea resulta sumamente interesante y usa (de manera, para algunos, en cierta forma poética y un tanto metafórica) un término que es bien conocido en matemática: singularidad. La tesis de Vinge es que la tecnología nos está llevando hacia lo que podría ser un cambio hasta hoy inédito en el desarrollo de la vida sobre la Tierra. Como buen especialista en temas de informática e inteligencia artificial, Vinge centra ese efecto en la posibilidad de que la tecnología nos permita crear entidades con una inteligencia superior a la humana y ello pueda generar una inesperada y excepcional "singularidad" en nuestra historia futura como especie civilizada. Esa singularidad abriría la posibilidad de una nueva sociedad rotundamente distinta a la existente y en la que, muy posiblemente, los seres humanos no seamos ya los únicos artífices y protagonistas de la historia futura. En su artículo, Vinge recogía también antiguas reflexiones anteriores de conceptos parecidos a los de esa futura "singularidad" creada por la tecnología en el devenir de la civilización, desde Von Neumann a Eric Drexler. Mención especial le merecía I.J. Good quien, ya en 1965, formuló las implicaciones de crear una inteligencia superhumana en un párrafo que Vinge califica como "brillante" por su capacidad de síntesis: "Definamos una máquina ultra-inteligente como una máquina que puede sobrepasar en mucho cualquier actividad intelectual de un humano por inteligente que éste sea. Como sea que el diseño de una de esas máquinas es una de esas actividades intelectuales, una máquina ultra-inteligente puede incluso diseñar máquinas mejores e, inevitablemente, llegaría a darse una "explosión de la inteligencia" que dejaría a la inteligencia del ser humano muy atrás. Por lo tanto, la máquina ultra-inteligente es el último invento del ser humano, suponiendo que esa máquina sea lo suficientemente dócil para decirnos como mantenerla bajo control..." Si esa singularidad llega a ser posible (lógicamente, sigue habiendo legítimas dudas sobre ello), nada puede decirse del futuro lejano y la ciencia ficción o la prospectiva, por ejemplo, sólo podrían ocuparse del futuro cercano ya que el futuro distante parece, en cierta forma, inescrutable si ha de ser generado por inteligencias sobrehumanas que pueden llegar a resultar incluso incomprensibles para nosotros. Vinge no dejaba de comentar en su artículo las muchas objeciones posibles al paradigma de investigación de la inteligencia artificial fuerte (que se halla en la base de su hipótesis de la "singularidad"), incluyendo las formuladas por John Searle o Roger Penrose. Pese a todo, Vinge elige creer que esa inteligencia superhumana va a existir, y por ello insiste en que conviene hacer lo posible para "guiar los acontecimientos de forma que podamos sobrevivir". En ese sentido, Vinge analiza otras sendas posibles para avanzar, tal vez al margen de esa posible singularidad, al distinguir entre "inteligencia artificial" (IA) y "ampliación de la inteligencia" (AI). La AI, nos decía Vinge, viene a ser un camino mucho más factible y controlable para llegar a una superinteligencia, un camino que puede permitirnos estar en el futuro desarrollo tras esa singularidad que, con la AI, ahora podría incluir como agente prioritario de la historia futura a esos seres humanos con la "inteligencia ampliada". Algo parecido a la hipótesis que hizo Lynn Margulis sobre el mutualismo (incluso el de las células simples) como una de las grandes fuerzas impulsoras de la evolución biológica. De momento, en espera de esa singularidad, hipotética pero bastante verosímil, Vinge dejó hace unos años su carrera científica para escribir ciencia ficción a tiempo completo. Pese a todo no ha cambiado el lento ritmo de creación de sus novelas siempre muy pensadas, interesantes y atractivas. Hasta hoy ha publicado una novela cada seis o siete años y las dos últimas aparecidas en España, UN FUEGO SOBRE EL ABISMO (1992) y UN ABISMO EN EL CIELO (1998), han obtenido el premio Hugo el mayor reconocimiento popular de la ciencia ficción mundial. La segunda de ellas ha obtenido también los premios John Campbell Memorial y el Prometheus. La última de sus especulaciones novelísticas, todavía inédita en España (aunque ya está prevista su publicación en el año 2008), es RAINBOWS END (2006). Invitado por la Universidad Politécnica de Cataluña, Vernor Vinge estuvo en Barcelona el 27 de noviembre de 2002, como invitado de honor en la entrega del Premio UPC de ciencia ficción. Fue una buena oportunidad para discutir con él sobre esa todavía incierta pero lógica "singularidad" tecnológica que pueda estar aguardando en nuestro futuro más o menos inmediato. Porque, por ejemplo, aunque Vinge suela referirse a la "singularidad tecnológica" desde una óptica esencialmente técnica (la inteligencia artificial), no deja de ser cierto que ese vaticinado punto singular de la historia futura puede ser incluso distinto de lo que imagina Vinge. Si la posibilidad es que los humanos dejemos de ser los protagonistas y hacedores únicos de la historia y pasemos a compartir ese protagonismo con las inteligencias artificiales, también es cierto que, con las nuevas posibilidades que abre la ingeniería genética, podemos incluso cambiar la sustancia misma de ese ser humano. En este sentido, surge un nuevo planteamiento ya ajeno a Vinge y que me atrevo a exponer: la singularidad tecnológica, al incluir la biotecnología junto con la infotecnología, adquiere un doble (o triple) matiz: en el futuro la historia puede estar protagonizada también por seres no-humanos o, cuando menos, distintos de los humanos: las inteligencias artificiales en que pensó Vinge originalmente y, también, los seres humanos modificados genéticamente (¿en que sentido i/o dirección lo haremos?) que posibilita la ingeniería genética. La nueva historia tras la singularidad, va a ser protagonizada por humanos "normales" (tal vez con "inteligencia ampliada" si se acepta la matización de Vinge), humanos "modificados genéticamente" e inteligencias artificiales. Algo francamente difícil de imaginar ya que incluso desconocemos las características básicas de dos de esos tres agentes potenciales del devenir tras la singularidad... Pero no me negarán que es una especulación sugerente.. Para leer: Ensayo - "The Coming Technological Singularity: How to Survive in the Post-Human Era", Vernor Vinge, 1993, http://www-rohan.sdsu.edu/faculty/vinge/misc/singularity.html Ficción - UN FUEGO SOBRE EL ABISMO, Vernor Vinge, Barcelona, Ediciones B. NOVA (núm 64). 1994. - UN ABISMO EN EL CIELO, Vernor Vinge, Barcelona, Ediciones B. NOVA (núm 152). 2002. - RAINBOWS END, Vernor Vinge, New York, Tor Books. 2006.
Miércoles, 01 de Noviembre de 2006 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico
Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
Espero que perdonen mi insistencia en hablar de los matemáticos en lugar de hablar de la matemática... Con la Matemática Ficción de este mes abandonaré el tema (por el momento... Como suele decirse: quien avisa no es traidor) El mes pasado me atrevía a comparar la mente de los autistas con la de los matemáticos, científicos e ingenieros a la luz de una gran novela de ciencia ficción: LA VELOCIDAD DE LA OSCURIDAD de Elizabeth Moon. Eso me llevó a recordar otra curiosa novela que, estando completamente al margen de la ciencia ficción, también trata en cierta forma sobre los matemáticos o, si prefieren que sea más concreto, sobre esa loca aventura en que a veces se convierte la investigación en el campo de las matemáticas. La novela es ya antigua, de 1992, y se publicó en España en 2000, traducida a partir de la versión en inglés ya que el original se publicó en griego y, generalmente, los científicos dominamos el abecedario griego, pero no necesariamente su vocabulario y sintaxis... Se trata de EL TÍO PETROS Y LA CONJETURA DE GOLDBACH, escrita por Apostolos Doxiadis, nacido en Australia en 1953, pero criado en Grecia. Después parece que Doxiadis estudió matemáticas en la Universidad de Columbia para acabar ejerciendo como director cinematográfico, director y adaptador teatral y novelista. EL TÍO PETROS Y LA CONJETURA DE GOLDBACH se publicó en una primera versión en griego como ya he dicho en 1992, y, más tarde, en 1998, el mismo Doxiadis la vertió al inglés en una versión de la que se dice que es "actualizada". La historia es sencilla: la del empeño de un hombre, el tío Petros del título, por comprobar y demostrar la conjetura de Goldbach, un "loco propósito" como diría Francis Crick, en el que, en cierta forma, se le va la vida. Volveremos al personaje, hablemos antes de matemáticas... La conjetura de Goldbach es, según se suele decir, uno de los "problemas abiertos" más clásicos de la matemática. La formuló Christian Goldbach en una carta fechada en 1742 y dice: "todo entero puede expresarse como suma de tres números primos". Tal como explica Doxiadis en una nota al pie de su novela, si esto es cierto, en el caso de los número enteros pares, uno de esos sumandos primos ha de ser el 2 (la suma de tres primos impares, será necesariamente impar y 2 es el único número primo par). Por eso, la conjetura de Goldbach suele expresarse más simplemente con la expresión "todo número par mayor que 2 puede expresarse como la suma de dos números primos", formulación que suele etiquetarse como la conjetura de Goldbach, aún cuando esa manera de plantearla es original de Euler. En el año 2000, para hacer publicidad de la edición británica de la novela de Doxiadis, el editor Tony Faber ofreció un premio de un millón de dólares al angloparlante que demostrase la conjetura antes de abril de 2002. Nadie reclamó el premio. Por mis informaciones, nadie la ha podido demostrar todavía, aún cuando Mario Peral Manzo, de la Universidad Pedagógica Nacional de México, en la Gazetilla Matemática (actualización de 27/12/2001) publica lo que él llama una "Posible demostración a la Conjetura Matemática de Goldbach". No soy capaz de juzgarla y el lector interesado la encontrará en: http://www.arrakis.es/~mcj/goldbach.htm Como saben los matemáticos que se dedican a esas cosas, la Conjetura de Goldbach es un problema difícil, como, por ejemplo, el del Teorema o Conjetura de Poincaré que ha saltado recientemente al conocimiento del gran público (me refiero al nombre, evidentemente, no al contenido: la topología no suele ser fácil...). Imagino que ya saben ustedes que, en el Congreso Internacional de Matemáticos de Madrid (2006), se ha otorgado la Medalla Fields a Grigori Perelman que, en 2002 publicó una posible solución en Internet. En cierta forma, Perelman, renunciando a recoger la Medalla Fields por no querer convertirse en una "mascota" (pet) en el mundo de la matemática, viene a dar una muestra de las peculiaridades psicológicas de algunos matemáticos Quot erat demostrandum... Pero volvamos a la novela EL TÍO PETROS Y LA CONJETURA DE GOLDBACH narrada en realidad por el sobrino del protagonista. Un joven que parece detectar un aire de extrañeza en su tío y en la manera en que lo ve su propia familia. Como dice el sobrino: "Toda familia tiene su oveja negra", y en la suya es ese anciano tío Petros, retirado de la vida social y sólo ocupado en el cuidado de su jardín y en jugar al ajedrez. Poco a poco, el sobrino irá descubriendo la oculta historia del tío Petros quien ha sido un matemático eminente, profesor en diversas universidades extranjeras (Alemania e Inglaterra), y que ha sido lo suficientemente orgulloso para empeñar toda su vida, personal, familiar y profesional como matemático, en el obsesivo intento de demostrar la conjetura de Goldbach. El tío Petros es, en cierta forma un nuevo tipo de "perdedor", una figura a veces respetada en cierto cine negro pero completamente desprestigiada en nuestra sociedad occidental tan proclive a encumbrar el éxito, incluso con independencia de cómo haya sido logrado (y no pondré ejemplos, aunque, como sabemos todos, haberlo haylos, y muchos...). En cierta manera, la novela es el descubrimiento por parte del sobrino de la riqueza humana y espiritual de un aislado tío Petros que, pese a su supuesto fracaso, sigue intentando demostrar la conjetura de Goldbach e incluso anuncia, justo antes de su muerte, y sin que pueda ser comprobado, que la ha resuelto realmente. Tal como dijo John Nash quien fue premio Nobel de Economía, EL TÍO PETROS Y LA CONJETURA DE GOLDBACH "pinta un cuadro sugestivo acerca de cómo un matemático puede caer en una trampa mental al dedicar sus esfuerzos a un problema demasiado difícil". Si recuerdan, de los problema de un genio como Nash con su esquizofrenia Silvia Nasar escribió una interesante novela, Una mente maravillosa (1998) que Ron Howard llevó al cine en 2001, con el mismo título e interpretada por Russell Crowe (sinceramente: la novela parece ser mucho más fiel a la vida de Nash que la película, pero eso suele ocurrir con esa máquina de mentir que es Hollywood...). En el caso de tío Petros, lo cierto es que, como dice el título de la biografía de Francis Crick, se empeñó en "ese loco propósito" sin lograrlo. Crick fue el co-descubridor de la estructura en doble hélice del ADN con la colaboración de James Watson quién parece haber usurpado casi todo el mérito y con la ayuda de las placas de rayos X realizadas por Rosalind Franklin a quien, tal vez (¡seguro!) por ser mujer, se le suele hurtar su protagonismo. Hacer ciencia, en cualquier caso, es un "loco propósito", una "aventura prometeica" que no siempre llega a obtener el éxito deseado. La reflexión que se me ocurre hacer es si, a pesar de la opinión general de su familia., amigos y colegas, tal vez el tío Petros fuera un verdadero ganador en su vida pese a su imagen de perdedor. Al menos no se traicionó a sí mismo como tantos otros y dio un sentido excepcional a una vida con su ambicioso empeño. ¿Quién dice que lo importante es el éxito final? Un poeta como Konstantino Kavafis, quien es, además, griego, nos recordaba que lo importante para Ulises no era tanto llegar a Itaca como recorrer el camino que le lleva a ella con todas las experiencias y enseñanzas que ello significa: Cuando emprendas el viaje hacia Ítaca debes pedir que el camino sea largo, lleno de peripecias, lleno de experiencias. [...] Conserva siempre en tu corazón la idea de Ítaca: llegar allí, he aquí tu destino. Mas no hagas con prisas tu camino; mejor será que se prolongue y dure muchos años, y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla, rico de cuanto habrás ganado en el camino. No has de esperar que Ítaca te ofrezca más riquezas: Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje. Sin ella, jamás habrías zarpado; mas no tiene otra cosa que ofrecerte. Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado. Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia, sin duda sabrás ya lo que significan las Ítacas. La conjetura de Goldbach fue la peculiar Ítaca de tío Petros. Una opción tan lícita como otra cualquiera.... Para leer: Ficción - EL TÍO PETROS Y LA CONJETURA DE GOLDBACH (1992), Apostolos Doxiadis, Barcelona. Ediciones B. 2000.
Domingo, 01 de Octubre de 2006 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico
Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
Permítanme que esta vez, abandonando por un tiempo la Topología Ficción y otros temas matemáticos, me atreva a hablarles no de la matemática, sino de quienes la hacen, los matemáticos (y matemáticas...). Espero que sepan perdonarme el atrevimiento. Empecemos con un largo rodeo... Hace años que Elizabeth Moon es ampliamente conocida en el mundillo estadounidense de la ciencia ficción, aunque sigue siendo poco conocida del lector español. Es famosa en todo el mundo por sus novelas que se engloban en una peculiar space opera con protagonista femenina, en un logrado intento por ridiculizar los clichés machistas que infectan habitualmente ese tipo de novelas. La serie de la capitana Haris Serrano, la de Esmay Suiza, y la más reciente protagonizada por Kylara Vatta son emblemáticas en este sentido. Aunque sigan inéditas en España... Pero de vez en cuando (demasiado de vez en cuando para mi gusto), Moon escribe otro tipo de novelas, un tanto al margen de la space opera y la aventura pero, a mi entender, del todo imprescindibles. Hace ya una década, publicó RESTOS DE POBLACIÓN (1996), donde se nos narraba la aventura crepuscular de Ofelia, una anciana de se-tenta años que decide, unilateralmente, quedarse como única pobladora humana de un pla-neta cuando se abandona y disuelve la colonia de la que formaba parte. La novela fue finalista del Premio Hugo de 1997 y es una de las que me enorgullezco de haber publicado en España dando a conocer a una autora más bien sorprendente y un tema, el de las mujeres ancianas, francamente sugerente. Pero no es éste el tema del que vamos a hablar este mes. En 2004, Elizabeth Moon sorprendió de nuevo a muchos con una maravillosa novela, LA VELOCIDAD DE LA OSCURIDAD, con la que obtuvo el prestigioso Premio Nebula (el Oscar de la ciencia ficción). Trata de la emotiva y absorbente historia de un autista, Lou Arrendale, en un futuro cercano. No en vano, Moon es madre de un joven autista y conoce y comprende esa difícil realidad. Moon tiene un currículo muy típico de muchos escritores estadounidenses: ha hecho muchas cosas antes de empezar a escribir. Nació en McAllen (Texas, EEUU), y se educó sola con su madre divorciada. En 1968 se li-cenció en historia en la Rice University en Houston, y después de en-rolarse por tres años en el cuerpo de Marines, estudió también biología. Durante el primer año de su estancia en los Marines se casó con Richard Moon quien obtuvo después el título de médico. Entre 1979 y 1993, el matrimonio trabajó en un centro médico rural en Texas. En 1983 adoptaron a su hijo Michael afectado después por problemas de autismo. Actualmente viven en Austin (Texas, EEUU). El hijo autista de Elizabeth Moon es el gran motor de una novela como LA VELOCIDAD DE LA OSCURIDAD en la que resulta completamente evidente el amor de una madre por su hijo y la extraordinaria capacidad de la autora por racionalizar ese mismo amor sin dejar de sentirlo como tal. La historia argumental de la novela es sencilla: las peripecias y los problemas por los que pasa un hombre autista en un mundo de un futuro sumamente cercano, casi una novela de actualidad. Pero la forma de narrar esos problemas que logra Elizabeth Moon es algo excepcional y, desgraciadamente, muy poco frecuente. Reflexiva, aguda e inolvidable, LA VELOCIDAD DE LA OSCURIDAD es, en realidad, una arrebatadora exploración del peculiar mundo de Lou Arrendale, un autista adulto a quien se le ofrece la posibilidad de probar una nueva "cura" experimental. Lou deberá decidir si se somete o no a ese tratamiento que podría cambiar por completo su forma de entender el mundo... y la misma esencia de quien es. ¿Debe renunciar a ser quien ha sido toda su vida para "curar" su autismo? ¿Qué va a ocurrir con su personalidad, su personalidad de autista, con la que ha llegado al estado adulto? Buenas preguntas no sólo para un autista, sino para cualquier ser humano: ¿debe renunciar uno a lo que ha sido para curar una enfermedad? No les diré la opción que elige Lou, siempre respetable (tanto como su contraria...) ya que ésa es la decisión de la autora que es, recuerden, madre de un hijo autista con quien ha convivido ya una veintena de años. Lou es un personaje sumamente entrañable, llamado a dejar un rastro indeleble en la historia de la mejor ciencia ficción, como ya lo hiciera el Charlie Gordon de FLORES PARA ALGERNON (1959 y 1966) de Daniel Keyes. Si Charlie mostraba su humanidad a través de su acceso y posterior pérdida de una mayor inteligencia, Lou Arrendale nos enseña a ver el mundo a través de la compleja y peculiar mente de un autista. Afortunadamente, la edición española ha partido de la edición estadounidense de 2004, que incluye al final una "Guía de Lectura" en la que la misma Elizabeth Moon es entrevistada por Paul Witcover tanto sobre la novela como sobre el autismo. Un valor añadido que, al menos a mí, me resultó muy útil. En definitiva, y para resumir, LA VELOCIDAD DE LA OSCURIDAD es una novela sobre la dignidad de un ser humano autista. Por eso esa insistencia de la autora en no hablar de "autistas" sino de "personas autistas". Tal como reconoce el mismo Lou en un momento de la novela "sé algo que no sabía antes, y el conocimiento cambia a las personas". Tanto a los que son autistas como a los que no lo son. El título de la novela, LA VELOCIDAD DE LA OSCURIDAD, es, además, una brillante metáfora. Lou piensa (y no parece que le falte razón) que la velocidad de la oscuridad (si es que eso existe..., déjenme que, por un momento, surja el ingeniero que hay en mí...) ha de ser superior a la de la luz, por el sencillo razonamiento de que, cuando la luz llega a un sitio, la oscuridad ya está allí. En cualquier caso, la metáfora queda mucho más explícita (e incluso reviste otros sentidos) en una frase impactante: "En mi mente, los fotones persiguen a la oscuridad pero nunca la alcanzan." Que aparece en la portada de la edición española. Sorprendentemente, Moon atribuye esa expresión "la velocidad de la oscuridad" (mucho más rotunda y breve en el inglés original: The Speed of Dark) a su propio hijo autista. Fin del rodeo. Y, se preguntarán algunos de ustedes, ¿qué tiene que ver esa novela sobre un autista con los matemáticos (y matemáticas...)? La respuesta es sencilla y, en realidad, no afecta tan solo a matemáticos sino también a científicos e ingenieros. Como yo... Debo decir que me sentí algo preocupado cuando, en la "Guía de Lectura" del final del libro, en una respuesta a Witcover, Moon comenta que "ciertos científicos e ingenieros tienen tendencias de conducta que se sitúan dentro del espectro autista". Al menos en mi caso, no me cuesta reconocer que algo de lo que Lou hace suele ser mi pasatiempo más habitual cuando conduzco: hacer combinaciones aritméticas con las matrículas de los coches que veo al pasar. Afortunadamente, parece que algunas de las limitaciones de las personas autistas son fácilmente superadas por quienes no somos autistas, pero no siempre con facilidad. Tal vez una de las claves se encuentre en el cuarto párrafo del capítulo 11, donde Lou reconoce que "pensaba que las pautas abstractas de números eran más importantes que las pautas abstractas de relaciones. Los granos de arena son reales. Las estrellas son reales. Conocer como interaccionan mutuamente me proporciona un sentimiento cálido y confortable. La gente que me rodea me resulta difícil de comprender, imposible de comprender." Y, si hay que decir la verdad, a muchos de nosotros (y no sólo a los matemáticos, científicos e ingenieros) nos resulta a veces sumamente difícil comprender a otros humanos. Por eso las preocupaciones de Lou son, en definitiva, las nuestras. O sea que, sí, LA VELOCIDAD DE LA OSCURIDAD al hablar de un autista trata de algo que parece estar en la mente de algunas personas que se obsesionan por la tecnociencia o por las matemáticas... entre las que, debo reconocerlo, me siento orgulloso de contarme. Como soy de natural curioso, esa novela de Moon (y su trato personal cuando vino a Barcelona invitada por la Universidad Politécnica de Cataluña para el acto de entrega del Premio UPC de ciencia ficción en noviembre de 2005) me llevó a preguntarme por el autismo, un poco más allá de lo que me enseñaron Lou Arrendale o el personaje interpretado por Dustin Hoffman en la película Rain Man (1988). Mi sorpresa creció cuando aprendí que existe un autismo que los especialistas llaman "clásico" que afecta a humanos con todo tipo de cociente intelectual que suelen presentar retrasos en el dominio del habla cuando son niños. Hay otra modalidad de autismo, el llamado el "Síndrome de Asperger" que afecta a humanos con alto cociente intelectual (como el de Lou Arrendale y el personaje interpretado por Dustin Hoffman) que no suelen experimentar problemas con el lenguaje. Pero lo más grave es que esas reflexiones sobre el autismo también me afectan, ya no sólo como especialista en la tecnociencia, sino como varón. Y es que, ya en el estudio de Hans Asperger en el año 1944, se establecía una cierta relación entre el autismo y la mente masculina. Asperger dijo que "la personalidad autista es una variante extrema de la inteligencia masculina" y parece corroborarlo el hecho de que el autismo afecta bastante más a los varones que a las hembras (en proporción 4:1 para el autismo "clásico" y, ¡asómbrense conmigo!, en una proporción de 9:1 en el caso del "Síndrome de Asperger"). Si alguien está interesado, puede acudir a la página web del Autisme Research Centre de la Universidad de Cambridge. En el índice de "readings" que encontrarán en: http://www.lse.ac.uk/collections/darwin/readings/index.htm hay un largo texto de 1999 y, sobre todo, una presentación PowerPoint ambos de Simon Baron-Cohen. La conferencia lleva un título: Is autism an extreme of the male brain? (¿Es el autismo una forma extrema del cerebro masculino?, 2005) que obliga a reflexionar. En cualquier caso, si son un poco masoquistas como yo, tal vez puedan preguntarse si la mente de un autista tiene algo en común con la de los varones en general o, más concretamente como dice Elizabeth Moon en esa entrevista de la que les hablaba, si lo tiene con la mente de científicos, ingenieros y matemáticos (en este caso no añado el femenino ya que, si las cifras que da Baron-Cohen son correctas, a las mujeres esto les afecta nueve veces menos...). O, mejor, déjense de historias sobre la psicología del autismo y permítanse gozar de una buena novela y un personaje entrañable como es Lou Arrendale. Su "madre literaria" parece amarlo mucho, aunque seguro que menos que a su hijo Michael.. Para leer: Ficción - LA VELOCIDAD DE LA OSCURIDAD (2003) Elizabeth Moon. Barcelona. Ediciones B. NOVA (núm 183). 2005. - RESTOS DE POBLACIÓN (1996) Elizabeth Moon. Barcelona. Ediciones B. NOVA (núm 115). 1998.
Viernes, 01 de Septiembre de 2006 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico

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