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Un cerebro único
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El País, 21 de Marzo de 2019
OPINIÓN
Javier Sampedro

Los grandes matemáticos son gente poco normal, y eso incluye a las grandes matemáticas, como Karen Uhlenbeck, la primera mujer que ha ganado el Premio Abel, uno de los dos nobeles de las ciencias exactas (el otro es la Medalla Fields, y es justo que los matemáticos tengan dos premios de máximo nivel en vez de uno). Es muy difícil para nosotros, los cerebros del montón, imaginar en qué consiste el trabajo de Uhlenbeck o de cualquier otro supermatemático. Tendríamos que estudiar durante años solo para entenderlo, no hablemos ya de practicar ese pináculo del pensamiento humano, una cumbre que solo está al alcance de gente con un gran talento, y que está dispuesta a sacrificar su vida y su sosiego para encontrar el santo grial de las verdades inmutables. Esa es Uhlenbeck: una gran matemática como cualquier otro.

Me gustaría explicarte los avances de Uhlenbeck, que son enormes según sus colegas. No puedo, porque no los entiendo. Intentaré profundizar en ellos en las próximas semanas y meses, pero ahora mismo no estoy a la altura de ese reto. ¿Por qué escribo sobre Uhlenbeck, entonces? ¿Para ponerme una medalla feminista que no merezco? Sin duda. ¿Para imprimir un poco de variedad a estas páginas de análisis? De eso vivo. Pero mi objetivo principal es compartir contigo una perplejidad profunda sobre la naturaleza corpórea de las matemáticas, la cualidad más hechicera de esta cumbre del conocimiento humano.

Entre las muchas definiciones de las matemáticas que he leído durante décadas, mi favorita sigue siendo la de la Encyclopaedia Britannica: son “la ciencia de la estructura, el orden y la relación”. Da que pensar, porque la estructura, el orden y la relación son seguramente los tres cimientos de todo conocimiento abstracto, o que venga un filósofo y lo vea. Las demás ciencias reciben todo el rato información del mundo, y sus teorías tienen que ir adaptándose a la tiranía de la realidad o humillarse frente a ella. La física, la química y la biología solo buscan verdades provisionales, ideas que nacen con una obsolescencia programada en su misma lógica interna. Eso es lo que convierte a la ciencia en el mecanismo de conocimiento más poderoso de la historia.

Los matemáticos como Uhlenbeck van mucho más allá. No se conforman con menos de una verdad necesaria. El teorema de Pitágoras —descubierto por los mesopotámicos dos milenios antes de Pitágoras— sigue siendo hoy tan cierto como hace 4.000 años. E incluso cuando falla nos sigue enviando un mensaje más interesante aún: que el espacio se ha curvado, como hace en el mundo real en presencia de un objeto masivo como el Sol o la Tierra. Kepler descubrió que el movimiento de Marte en el cielo nocturno sigue una elipse, una curva simple y elegante que ya habían estudiado los griegos tirando un gorro de bruja al mar (si flota recto, forma un círculo con el mar; si torcido, una elipse). Las ecuaciones del espacio curvo que formuló Riemann engendraron 60 años después, en manos de Einstein, la teoría de la relatividad que fundamenta la cosmología moderna. Lo realmente incomprensible es que el mundo sea comprensible, dijo Einstein en referencia al inmenso poder de las matemáticas para predecir la realidad.

En ese mundo cognitivo de alto nivel, en esa estratosfera del pensamiento humano, vive Uhlenbeck. No es la primera matemática que llega allí, tan arriba, pero nos sirve como una comprobación de que el genio no tiene sexo. Dejadlas pensar y nos devolverán un mundo.

 

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