Conejos, gallinas, caballos y euros (Noviembre 2004)
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Conejos, gallinas, caballos y euros

Un labrador estaba sembrando trigo en un campo cercano a su granja. Aprovechando el buen tiempo, su familia decidió acompañarlo, y allí estaban todos, la madre y sus 4 hijos, viendo como el cabeza de familia trabajaba. Y en estas estaban, cuando un forastero que pasaba con su coche por el sendero que limitaba con el sembrado, que aún no estaba sembrado porque el sembrador estaba en ello, se bajó del vehículo para preguntar:

-Buenos días, felices lugareños, ¿podría decirme si voy bien para llegar al castillo de don Jesús del Castillo del Castillo?.

-Hombre: castillo, lo que se dice castillo... -contestó la mujer, que tenía a su hijo pequeño en brazos.

-Sí, sí; se apellida del Castillo del Castillo.

-No, si no lo digo por el apellido; lo digo por el castillo que, la verdad, es más mansión que castillo. Y sí, va usted bien. En cuanto suba esa loma verá usted la casa que busca.

-Muchas gracias, señora. Qué día más espléndido, ¿verdad?

-Sí que lo es. Por cierto, va usted muy elegante, caballero.

-Sí; es que yo soy muy elegante, me gusta siempre ir impecable. Además, soy jugador profesional y voy a jugar una partida de póquer a “El Caballo de Troya”, la finca del señor del Castillo del Castillo.

-Vaya, qué casualidad, precisamente nosotros trabajamos las tierras de don Jesús.

-Y yo me trabajaré sus tierras, es decir, que intentaré ganarle todo lo que pueda, porque soy uno de los mejores jugadores de cartas que conozco.

-¿Es usted buen jugador? –preguntó la mujer, dejando al niño en el suelo.

-Ya le he dicho: uno de los mejores que conozco.

-Y modesto, por lo que veo.

-Sí, señora: me llamo Modesto Sencillo Recatado, para servirla –dijo el forastero, acompañando a sus palabras con una aparatosa reverencia que causó la rechufla de la prole.

-Muy bien, pues ya que es jugador, juguemos. Mire, ahí mismo, en el corral, tengo gallinas y conejos. ¿A que no adivina cuántos conejos y gallinas tengo?

-Bueno, eso no es un juego: es una adivinanza.

-Déjese de pretextos y conteste, señor jugador.

-Bueno, es fácil, pero necesitaría algún dato más.

En ese momento, y cuando la campesina le iba a dar más datos, uno de los niños, con las manos embadurnadas del chocolate que se acaba de comer, se las limpió en el que era impoluto pantalón blanco del forastero, mientras le decía:

-Señor; yo sé cuántos conejos y gallinas hay en nuestro corral.

-Calla, guapo, que ahora estoy hablando con tu madre. Qué gracioso el niño... –responde el forastero, visiblemente molesto al ver la mano del niño impresa en la pernera de su pantalón.

-Si me da un euro, le digo cuantos conejos y gallinas tenemos –insiste el niño, insistiendo también en limpiarse las manos chocolateadas en el pantalón del forastero, cada vez menos impecable.

En ese momento, el sembrador, dejando de sembrar, se acerca al grupo:

-Buenos días.

-Buenos días, esforzado sembrador. Aquí estamos, jugando a resolver problemas muy sencillos que yo resolveré fácilmente. Es que soy jugador profesional, y de los buenos, ¿sabe?.

-Ah, pues no, no lo sabía. Pues ya que es tan listo, a ver si sabe usted cómo resolvimos el otro día un problema que nos trajo de cabeza 3 meses. Es que mi padre, en su testamento, nos dejó 17 caballos a mis 2 hermanos y a mí.

-Mira qué bien. ¿Y cuál era el problema?

-Pues que mi padre, como era muy bromista dejó escrito que nos repartiéramos los 17 caballos de tal forma que la mitad fuera para mí, 1/3 para mi hermano Braulio y 1/9 para el Endelecio, mi hermano pequeño.

-¿Y...?

-Cómo que ¿Y...?. Pues que estábamos volviéndonos locos para hacer el reparto, hasta que, afortunadamente, pasó por aquí la maestra del pueblo, montada en su caballo, y nos resolvió el problema en un momento. Ella sí que es lista, y no otros..., y no miro a nadie –dijo, mirando al forastero, claro.

El forastero empezó a pensar en cómo se las arreglaría para repartir los 17 caballos, cuando se dio cuenta de que uno de los niños, el de la camiseta de rayas, había cogido su sombrero, que había dejado sobre la cerca junto a la que estaban y lo había tirado a una charca que más que cerca estaba cercana. Y no contento con eso, el niño tiraba piedras contra el sombrero, con patente ánimo de hundirlo. El forastero iba a acudir en auxilio de su sombrero, cuando sintió que lo sujetaban de los pantalones. Cerró los ojos resignado, imaginando más manchas de chocolate, pero se equivocó, ya que las manchas eran de chorizo frito y venían de las manos y del bocadillo de otro de los niños. Cuando volvió a abrir los ojos pudo comprobar que además de haberse multiplicado en cantidad y colorido las manchas en su pantalón, había perdido definitivamente el sombrero, desaparecido ya en las cenagosas aguas de la charca.
Hizo un esfuerzo para controlarse, pero perdió definitivamente los nervios cuando el niño de las manos manchadas de chocolate blando y pegajoso, insistió:

-Que yo sé cuántos conejos y gallinas tenemos.

-Y a mí qué me importa.

-Y yo también lo sé –dijo el pequeño, que estaba otra vez en brazos de su madre.

-Ah, ¿sí? A ver, ¿Cuántos? –preguntó el forastero, haciendo esfuerzos para no darle una patada a otro de los niños, el de la camiseta de cuadros, que, en ese momento hacía pis en sus zapatos, en los del forastero, por supuesto.

-Pues hay un total de 109 cabezas y 318 patas.

-Complicadito, el nene –le dijo el forastero al padre que, sonriente, contestó:

-Es que ya sabe, los de pueblo somos muy brutos; no podemos compararnos con ustedes, los de ciudad.

El forastero sacudía los pies empapados, cuando el niño de la camiseta de rayas volvió al ataque:

-Pues en el corral tenemos...

-¡No! No se lo digas. Que este señor es muy listo y lo averiguará el solo.

Pero el forastero, en lo único que estaba pensando era en irse de allí cuanto antes. Y ya iba a ponerse en marcha hacia el coche, cuando el campesino le dijo:

-Pero, hombre, no se vaya así. Vamos a jugar de verdad. ¿Lleva usted dinero encima?

El forastero llevaba bien repleta la cartera con vistas a la partida de cartas a la que se dirigía, y pensó que ahora podría vengarse de las afrentas recibidas: mira por donde voy a sacarle el dinero a este patán. Este paleto no sabe con quién va a jugar. Así que contestó:

-Sí, llevo bastante dinero. Pero le advierto que soy jugador profesional. Luego no se lamente.

-Pues vamos a jugar. Mire, ¿ve ese mojón de piedra? –y el campesino señaló con el azadón un mojón de piedra de base cuadrada, de 1,70 m de altura por 30 cm de lado, que estaba cerca, exactamente al lado de la cerca -Pues bien, ese mojón es mágico, y tiene la propiedad de duplicar el dinero que se deposite bajo él.

El forastero aceptó jugar, convencido de que fuera cual fuera el juego, lo ganaría; y de paso le dio un sonoro capón al niño de las manos sucias de chocolate ya que se las acababa de limpiar definitivamente en su corbata, en la del forastero, claro.

-Muy bien. Pues le propongo lo siguiente: yo pondré su dinero bajo el mojón y usted me pagará 700 euros cada vez que el mojón duplique su dinero.

El forastero, convencido de que el labrador era tonto, le dio su dinero no sin antes apartar delicadamente de una patada al niño de la camiseta de cuadros, que acababa de estamparle una ciruela madura en la chaqueta.

El campesino depositó el dinero del forastero bajo el mojón y tras una teatral pausa, lo retiró duplicado y se lo dio al forastero, después de descontar los 700 euros acordados. El forastero, no podía dar crédito a lo que veía... y se puso a dar saltos de alegría, mientras el labrador y su familia se miraban pensando: estos de la ciudad están como cabras, con perdón para las cabras.

Con el resto del dinero, el duplicado menos los 700 euros, el forastero, con las manos temblándole de codicia, volvió a repetir el asombroso experimento dos veces más pagando cada vez 700 euros al campesino. Al final, y tras pagar por tercera vez al campesino, el forastero descubrió, anonadado, que no le quedaba ni un solo euro.

La familia, dando por terminada la provechosa jornada, recogió sus cosas y, después de despedirse del abrumado forastero, se encaminó hacia su granja, dispuestos a dar de comer a sus conejos, gallinas y caballos. El niño de la camiseta a rayas, a modo de cariñosa despedida, le tiró una bosta de vaca al forastero que, al intentar esquivarla, le produjo un agudo lumbago.

Esa tarde, además, el forastero perdió a las cartas todo el dinero que sus compañeros de mesa le prestaron para volver a ganárselo, que es lo que hacen los jugadores cuando alguien les pide dinero.

Además, tuvo que soportar la humillación de pedir ropa prestada al dueño de la casa, con el añadido de que sus compañeros de juego, no se sabe muy bien si en serio o en broma, decían, entre jugada y jugada:

-Huele a caca de vaca, ¿no?

-No, yo creo que huele a orina.

-No, más bien a chocolate.

-No, yo creo que huele a una mezcla de chocolate y cieno.

-No, no: a lo que huele realmente es a chorizo frito.

-Tampoco, tampoco. A lo que huele, definitivamente, es a euros que han volado –aseguró el dueño de la casa, entre el jolgorio de todos menos del protagonista de las bromas, furioso por los comentarios de sus compañeros de mesa, furioso por el lumbago que lo tenía baldado y, sobre todo, furioso al comprobar que había vuelto a perder.


Autor: Joaquín Collantes
Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

 
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