A bordo del "Beagle" (1ª parte) (Febrero 2006)
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A bordo del Beagle (primera parte)

A BORDO DEL “BEAGLE” (Primera parte)


“27 de diciembre del año 1831. Zarpamos del puerto de Davenport a bordo del “Beagle”.
Con estas escuetas palabras escritas en su diario Charles Darwin anunciaba la salida de un viaje que duraría casi cinco años, de la citada fecha de salida hasta su regreso al puerto de Falmouth, también en Inglaterra, el 2 de octubre de 1836.

El “Beagle” era un pequeño bergantín de 242 toneladas, armado con 10 cañones y de tan sólo 25 metros de eslora, espacio justo para los 74 hombres que componían su tripulación. El barco había sido preparado por el Almirantazgo inglés para un viaje científico alrededor del mundo. Partirían de Inglaterra cruzando el Océano Atlántico hasta América del Sur, para bajar costeando por Brasil y Argentina hasta dar la vuelta al Cabo de Hornos subiendo después por la costa de Chile. Después, cruzarían el Océano Pacífico hasta Nueva Zelanda y Australia y el Océano Índico hasta tocar tierra en el Cabo de Buena Esperanza, en el continente africano. La última etapa del viaje sería partir desde África para volver a América haciendo escala de nuevo en la costa de Brasil, para regresar a Inglaterra con escalas en las islas de Cabo Verde y las Azores, culminando así la vuelta al mundo y el largo viaje de 57 meses de duración.

El capitán del “Beagle” era Robert FitzRoy, un hombre joven de ascendencia aristocrática, de temperamento arrogante y autoritario, pero justo en sus juicios y con fama de buen marinero. Su misión al mando del “Beagle” en el largo viaje previsto era continuar los trabajos de cartografía ya iniciados en las costas de América del Sur, así como levantar planos de diferentes costas para aportar una mayor precisión a las cartas de navegación existentes. La tripulación del bergantín estaba formada por el capitán, oficiales y suboficiales, un contramaestre, 2 pilotos, un carpintero, un escribiente, un topógrafo, un médico, un pintor, un matemático, un misionero, 8 soldados de marina, 34 marineros, 6 grumetes, 3 pasajeros... y Charles Darwin en calidad de naturalista. Los pasajeros podían considerarse especiales ya que eran una mujer y dos hombres nativos de Tierra del Fuego, el helado territorio del Cabo de Hornos al que ahora volvían. El capitán FitzRoy los había llevado a Inglaterra en su anterior viaje y allí habían vivido durante un año, siendo apadrinados por el rey Guillermo IV y la reina Adelaida como exóticos habitantes de lejanas tierras. Ahora, vistiendo sus ropajes europeos, hablando un rudimentario inglés y llevando consigo un abultado equipaje, volvían a sus hogares situados al otro lado del mundo.

Charles Darwin era un joven de veintidós años que no era un estudiante excesivamente aplicado pero que poseía un gran interés por la historia natural. De niño y adolescente era feliz fuera de las aulas y, sobre todo, en el campo observando, estudiando y coleccionando con pasión plantas, flores, minerales e insectos y en la playa observando el vuelo de gaviotas y cormoranes. En sus continuos paseos siempre llevaba cajas y tarros en los que meter arañas, hormigas, escarabajos, mariposas, conchas, esquejes de plantas y todo aquello que pudiera interesarle. Lo importante era no ir al colegio para huir de la asignatura que le martirizaba: las matemáticas. Hacía todos los esfuerzos posibles por comprenderlas pero le abrumaban hasta tal punto que escribió a un amigo: “imagino que estás a dos brazas de profundidad en lo que a matemáticas se refiere. Dios te ampare, yo me siento igual, con la diferencia de que estoy firmemente atado al lodo del fondo y ahí me quedaré”. Sin embargo le apasionaban la Botánica, la Biología y la Geología. Y como experto en Ciencias Naturales embarcó en el “Beagle” a pesar de su juventud, ya que solamente tenía 22 años.

Aunque le advirtieron de que debería llevar el menor equipaje posible, dado que tendría que compartir con el capitán su pequeño camarote, Darwin añadió a su ropa y artículos de aseo, sus zapatos ligeros para las excursiones, sus libros para estudiar español, un microscopio, prismáticos, martillos geológicos, lupas, frascos con alcohol para conservar organismos, recipientes con tierra abonada para plantas, una brújula, papel, plumas y tinta abundante, dos pistolas (a partir de que el capitán FitzRoy le recomendara no desembarcar nunca sin llevarlas cargadas)... y sus libros. Darwin se había formado con la lectura de libros como Philosophy of Zoology de Flemming, Travels de Burchell, Travels in South America de Caldcleugh y las teorías de Buffon sobre el cambio evolutivo; y sobre todo con Personal Narrative del naturalista Humboldt, obra que consideraba su libro de cabecera. El problema era que no podía cargar con toda su biblioteca en el barco con lo cual la selección quedaría reducida al citado libro de Humboldt, una cuidada edición de El Paraíso Perdido, el gran poema barroco de Milton, el primer volumen de Principles of Geology de Lyell y la Biblia. No hay que olvidar que Darwin, en esa época, era profundamente religioso y barajaba la posibilidad de hacerse clérigo, y que influenciado por ese pensamiento esperaba encontrar en ese viaje la oportunidad de demostrar las que consideraba grandes verdades de la Biblia, sobre todo del Génesis. Como naturalista esperaba encontrar pruebas del Diluvio Universal y de la aparición de todas las cosas creadas sobre la Tierra. En lugar de eso, afortunadamente para la Ciencia, el viaje se convertiría en el embrión de su obra El Origen de las Especies, obra que provocaría que su autor fuera admirado por los progresistas y odiado por los involucionistas desde entonces hasta hoy.

Al fin, después de retrasos y contratiempos que fueron posponiendo la salida, a las dos de la tarde del 27 de diciembre el “Beagle” se hizo a la mar... comenzando para Darwin un martirio no imaginado: el mareo. No podía sostenerse en pie y solamente las uvas eran capaces de permanecer en su estómago el tiempo suficiente como para alimentarlo. El resto de comida que ingería era como si la hubiera arrojado directamente por la borda. Apenas si tenía fuerzas para subir a cubierta, aunque hizo un esfuerzo para ver las costas de las islas de Madeira y Tenerife, aliviado al menos por la fría brisa. La estancia de 23 días en las islas de Cabo Verde, para que el capitán y el topógrafo fijaran con exactitud su posición sobre las cartas marinas, repusieron sus perdidas fuerzas. Así que aquella mañana, asomado a la borda y mientras contemplaba cómo el capitán y el topógrafo, a bordo de un bote de remos, se adentraban en un río que desembocaba cerca de la ensenada donde estaba anclado el “Beagle”, se sobresaltó al oír que alguien le decía:

-Si el capitán remonta el río contra corriente durante 3 horas y luego, remando al mismo ritmo, regresa al punto de partida, en lo que emplea 2 horas. ¿Cuánto hubiera tardado en recorrer la misma distancia en un lago?

-¿Perdón...? -contestó-preguntó Darwin, sorprendido por la pregunta del matemático que, sin que él se hubiera dado cuenta, estaba a su lado.

-Decía que, partiendo de los datos que le he dado, ¿cuánto tardaría el capitán en recorrer la misma distancia en las tranquilas aguas de un lago?.

-Y yo qué sé. Soy naturalista, no matemático.

-Pero mi propuesta es muy sencilla, lo cierto es que es más una adivinanza que un problema.

-Sí, pero es que yo, con perdón, odio las matemáticas.

-Eso será porque no se las han enseñado bien. Si usted quiere, yo...

Pero Darwin no le dio tiempo a terminar su ofrecimiento. Le habían advertido de que el matemático, para matar los tiempos muertos de tan largo viaje, proponía continuamente problemas a todo el que se cruzaba en su camino. Y dado que el barco era muy pequeño y muchos los que viajaban en él siempre se cruzaba con alguien... hasta que todos comenzaron a huirle, lo cual no dejaba de ser un tanto complicado en tan limitado espacio. Al verse acorralados, unos se hacían los sordos, otros los mudos y otros los ciegos (el matemático empezó a pensar que le rehuían cuando el vigía, después de decirle que no podía resolver los problemas que le proponía dado que era ciego, se le escapó el grito de ¡¡Tierra a la vista!! al ver la costa de Madeira) Así que Darwin, olvidando su exquisita educación, dejó al matemático con la palabra en la boca, dándose media vuelta para dirigirse a su camarote. Aunque apenas había dado dos pasos cuando escuchó de nuevo la voz del matemático, que esta vez le preguntaba:

-Perdone, ¿tiene usted hora? Es que a mi reloj se le ha roto el cristal y cada vez que lo saco del bolsillo se enganchan las agujas y, claro, así no hay manera de saber la hora exacta. Lo ve, ahora marca las 7 y media –dijo el matemático mostrando su reloj.

-Pues son las 4 y cuarto –contestó, seco, Darwin.

-Hombre, ya que ha surgido el tema: En un reloj, comenzando a medianoche, cuando las dos manecillas están exactamente una sobre la otra, ¿cuantas veces y exactamente a qué horas (horas, minutos y segundos), durante las siguientes 12 horas van a estar en ángulo recto?

Ahora sí que Darwin, más que alejarse, corrió a encerrarse en su camarote. Lo que fuera, con tal de alejarse del matemático.

Terminada la estancia en las islas de Cabo Verde y con Darwin completamente restablecido y ya habituado al continuo movimiento del barco, el “Beagle” partió hacia en continente americano.

Cerca ya las costas de Brasil, los delfines saltaban alrededor del barco y Darwin aprovechaba los momentos de mar mansa para arrastrar desde popa una pequeña red, pescando así peces que después diseccionaba clasificándolos, haciendo dibujos y tomando notas. Por la noche, después de la cena, los oficiales se reunían en cubierta para comentar los acontecimientos del día, y para observar con sus catalejos las estrellas... hasta que el matemático se unía al grupo proponiendo:

-Ya que ha salido el tema de las estrellas, tengo un problemilla un poco complicado, pero no tanto, que, si quieren, les puedo poner -y antes de que les diera tiempo a contestar y mucho menos a huir, añadió, repartiendo entre los presentes unas hojas en las que ya traía preparado el enunciado junto a un dibujo de 10 estrellas colocadas en triángulo:

-Suponiendo que 10 estrellas estuvieran colocadas como muestra el dibujo ¿Cuál sería el número mínimo de rectas que se necesitarían para separar cada estrella de todas las demás?

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Esta vez sí que captó el interés de los oficiales y, sobre todo, del pintor y del escribano que eran los únicos que se interesaban por las matemáticas en aquel barco. Emocionado, enjugó sus lágrimas, abrazó a los presentes y se retiró a su camarote henchido con la satisfacción del deber cumplido. Aunque no se enteró de que ninguno de los que atacaron el problema conseguiría resolverlo, aunque fueran el pintor y el escribiente los que más insistieran en ello.

Al día siguiente el “Beagle” llegó a la costa de Brasil echando anclas en la bahía de Bahía, que precisamente por eso se llamaba Bahía. Después del trabajo en la costa, en los bosques cercanos y de la visita a la ciudad prosiguieron viaje navegando sin perder de vista la costa hasta la ciudad de Río de Janeiro, a la que llegaron el 3 de abril de 1832. Ya en tierra, Darwin quedó fascinado ante el espectáculo de la selva con un follaje tan espeso que ocultaba la luz del sol. Admiraba -junto al pintor del que se hizo íntimo amigo- sin que le importara el calor y la humedad, las palmeras que se mezclaban con enormes árboles cubiertos de lianas, musgo y todo tipo de plantas parásitas alrededor de los que se movía un mundo diminuto lleno de mariposas con colores nunca vistos, avispas, todo tipo de mosquitos, escarabajos enormes, arañas de todos los tamaños, grandes hormigas, ranas y sapos, y luciérnagas que iluminaban la selva por la noche con la potencia de linternas. Y animales más grandes como monos, serpientes, lagartos y cientos de especies de pájaros que producían un ensordecedor guirigay a su paso. Durante el día recorría la selva llenando sus cajas y sus tarros de insectos y de plantas, desde las más sencillas hasta las más exóticas orquídeas que le maravillaron. Por la noche, de vuelta a la ciudad, estudiaba detenidamente su botín anotando todos los datos mientras que Augustus Earle, el pintor hacía dibujos de los insectos o las plantas más complicadas.

Después de unos cuantos días de estancia en la ciudad, Darwin propuso visitar la plantación de café que un ciudadano irlandés, un tal Patrik Lennon, tenía a unos 160 km hacia el norte. Un pequeño grupo a caballo se puso en marcha hacia la plantación y todo transcurría con tranquilidad hasta que a alguien se le ocurrió preguntar cuánto tardarían en llegar a la plantación. Darwin contestó que sería difícil calcularlo dado lo abrupto del camino a recorrer. Y tal comentario dio pie para que el matemático interviniera:

-Efectivamente, todo depende del camino, que en estos bellos pero inhóspitos parajes, es tan abrupto como impredecible. Por cierto, esto me recuerda una aventura que corrimos mi mujer y yo, hace ya algunos años. Si quieren y con el simple ánimo de entretenernos durante el viaje, se la puedo contar.

Los componentes del grupo aceptaron de mala gana, convencidos de que la historia desembocaría en un problema a resolver. Y no se equivocaban ya que el matemático, para mejor llegar a su esquivo auditorio, camuflaba los problemas todo lo que podía. Así que, encantado al ver la buena disposición de los que con él cabalgaban, explicó:

-Mi mujer y yo, pasando una breve estancia en el norte de la verde Irlanda, allá donde los bosques, las rocas y la lluvia se alían para entorpecer la marcha de los caminantes y donde...

-No podría usted ir al grano, es que si no, nos vamos a perder –dijo Darwin, interrumpiendo su barroca disertación.

-No se preocupe, llevo brújula –añadió el matemático, sorprendido por la salida del naturalista.

-No, quiero decir que con tanto circunloquio vamos a perdernos dentro del enunciado del problema que, estoy seguro, nos está preparando.

Sonrojado al verse descubierto, el matemático carraspeó, tosió un par de veces y se enderezó sobre su montura antes de continuar hablando.

-Pues como les decía mi mujer y yo tuvimos que recorrer 50 km a caballo. Sólo teníamos un caballo que, además de lento, solamente podía aguantar el peso de un jinete y con el que conseguíamos una velocidad regular de 10 km hora. Cuando ibamos caminando, yo andaba a 5 km/h y ella a 8 km/h. Así que democráticamente decidimos lo siguiente: alternativamente, uno iría a caballo y el otro andaría. Cada determinado tiempo el que iba a caballo detenía su marcha, lo dejaba atado a un árbol a un lado del camino y seguía andando. Así, el que llegaba a ese punto del camino lo recogía y montado sobre él hacía su tramo. De esta forma, llegamos a la mitad del camino al mismo tiempo, reposamos media hora y seguimos con el mismo procedimiento. También llegamos al mismo tiempo a nuestro destino. Ahora bien, pregunto: si salimos a las 6 de la mañana ¿cuando llegamos?

Los siete miembros del grupo, para entretenerse, intentaron resolver el problema, pero después de cinco días de dificultosa marcha a través de la selva no lo consiguieron (Darwin ni siquiera lo intentó). El pintor y el escribiente, por no desairar a su amigo el matemático, anotaron cuidadosamente los datos de que disponían para intentar resolver el problema... aunque aún no hubieran conseguido resolver el problema anterior, el de las estrellas colocadas formando un triángulo. Pero siguieron intentándolo. Aunque cuando más interesados estaban estudiando el enunciado del nuevo problema les sobresaltó un cañonazo. Inmediatamente el capitán Robert FitzRoy tranquilizaría a sus acompañantes al indicarles que el cañonazo era la señal de bienvenida a la finca del irlandés Patrik Lennon a la que, al fin, y después de la larga y difícil marcha a través de la selva, habían llegado.

Continuará...


Autor: Joaquín Collantes
Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

 
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