Una mente de locura
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El Mundo, 9 de Marzo de 2002
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PACO REGO Uno de los primeros recuerdos que conserva John Nash es el de escuchar, cuando era un niño de dos o tres años, a su abuela materna tocar el piano en el salón de la vieja casa de la calle Tazewell, en lo alto de una colina ventosa que domina la ciudad de Bluefield, en Virginia Occidental (EEUU).

Han pasado ya 74 años desde que ocurrió lo que la periodista norteamericana Sylvia Nasar -colaboradora del ‘New York Times’- narra en las primeras líneas de Una mente prodigiosa. Magnífica biografía que habla de un joven alto y apuesto, lúcido como ningún otro de su generación, bisexual y soberbio al que la sombra de la esquizofrenia persiguió sin tregua. Una enfermedad que lo mantuvo recluido durante años en clínicas mentales. Entre delirios, Nash daba forma a ecuaciones matemáticas que nadie supo interpretar.

Tenía sólo 20 años cuando empezó a darle vueltas a lo que hoy se conoce como Teoría de los Juegos. Con ella intentaba explicar, a través de los números, el comportamiento de las personas valiéndose de modelos utilizados, por ejemplo, en el póquer. Nadie, hasta que llegó él, se había atrevido a buscar una solución científica a un problema que parecía irresoluble.

Aquel chico extravagante y desaliñado, con aires de superioridad, no se arrugaba ante nadie. Ni siquiera ante el propio Einstein, uno de sus ídolos de juventud, con el que llegó a compartir universidad en Princeton, durante sus años mozos. Tras conseguir que el padre de la Teoría de la Relatividad lo recibiera en su despacho, Nash se fue a su casa con la manos vacías. Cierto que había logrado captar la atención del genio, que lo escuchó atentamente durante más de hora, pero el único premio que recibió de Einstein fue la recomendación de que estudiara un poco más de física.

Nash, lejos de hundirse, siguió puliendo sus incomprensibles fórmulas y escandalizando a amigos, colegas de facultad y profesores. En el fondo, todos le admiraban. Aunque nadie entonces imaginaba que sus ideas llegarían algún día a ser reconocidas con el Premio Nóbel de Economía. Se lo dieron en 1994. Tenía 66 años y arrastraba media vida sembrada de alucinaciones, desamores y esquizofrenia. La devastadora enfermedad los sumió a los 30 años en un estado de ensueño y violencia, convirtiéndolo en carne de psiquiátricos donde poco a poco fue perdiendo su capacidad creativa. Casi nadie creía en un milagro. Nash desapareció de la vida pública y académica sin dejar rastro. Incluso se llegó a decir que había muerto. Afortunadamente, este último rumor no se cumplió. Cuatro antes de recibir el Nóbel, el brillante matemático comenzó a salir del pozo mental en el que se encontraba y a dar rienda suelta a su maravillosa y creativa imaginación.

"Tengo esperanzas de poder obtener algo valioso con mis estudios actuales o cualquier nueva idea que me venga en el futuro", dejó escrito en la autobiografía que elaboró a propósito de la entrega del galardón. Él quería dar carpetazo a una vida alocada, con demasiados sinsabores y desencuentros amorosos. Ansiaba olvidar los coqueteos homosexuales -nunca totalmente asumidos por Nash- que había mantenido en sus años mozos con sus compañeros del Instituto Tecnológico de Carnegie, donde descubrió su atracción por los chicos, y el enamoramiento vivido con un antiguo amigo y rival matemático en la Universidad de Princeton. Al menos tres hombres más pasaron por su vida estudiantil, a la vez que mantenía relaciones con una amante. Explotaba esa ambigüedad como nadie. Al fin y al cabo también formaba parte indisoluble de esa excentricidad que tanto le gustaba cultivar. Cuando el actor Russell Crowe fue a ver a Nash para hablarle de su última película, Una mente maravillosa, en la que da vida al perturbado científico, éste le espetó: "¡Va a tener que tener que pasar por tantas transformaciones...!". Seguro.

 
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