34. (Enero 2008) Máteme en ω
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Escrito por Pablo Amster   
Martes 01 de Enero de 2008

Texto adaptado del capítulo 5 del libro “FRAGMENTOS DE UN DISCURSO MATEMÁTICO” (Fondo de Cultura Económica, 2007)

Cuando el detective Lönnrot es capturado por Scharlach en la quinta de Triste-le-Roy, sabe que una exacta muerte lo espera. Intenta entonces un último enigma:

Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, a 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy (J.L. Borges, La muerte y la brújula).

Es inevitable mencionar que Scharlach no cae en la trampa, y tan atractivo planteo resulta finalmente inútil para Lönnrot. Sin embargo, permite a los lectores sugerir algunas variantes. Por ejemplo, ¿por qué elegir D entre A y C, y no entre B y C? Acaso la estrategia de Lönnrot sea dirigirse en realidad a D2, pensando que Scharlach lo esperará en D1:

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Para que el ardid funcione, debemos suponer que el razonamiento de Scharlach es el siguiente: “Dado que la última vez se movió hacia la izquierda, entonces la próxima vez volverá a hacerlo”.

De esta forma, la situación termina por asemejarse a la que plantea Edgar Allan Poe respecto del juego de par o impar, aunque ahora el lugar del “bobalicón” estaría ocupado por el que adivina… o, mejor dicho, no lo hace.

Digresión

El juego consiste en adivinar si el número de bolas que el contrincante ha escondido es par o impar: si adivina, gana una bola, y pierde una si no lo hace. Estas reglas se explican en el cuento “La carta robada”, en donde se menciona la especial habilidad de un niño de ocho años para ganar todas las bolas de su escuela, pues era capaz de anticipar la estrategia de su contrario: “Por ejemplo, supongamos que su adversario sea un bobalicón y que, alzando su mano cerrada, le pregunta: ‘¿Par o impar?’. Nuestro colegial replica: ‘Impar’, y pierde; pero en la segunda prueba gana porque se dice a sí mismo: “El bobalicón había puesto par la primera vez, y toda su astucia le va a impulsar a poner impar en la segunda; diré, por lo tanto, ‘Impar’” (E. A. Poe, La carta robada).

Con esta descripción, el detective Dupin relata cómo logró precipitar la caída o descensus averni del malvado ministro, cuya astucia se apoya en una combinación temible: es a la vez matemático y poeta. En “La muerte y la brújula”, en cambio, ser bobalicón no significa una desventaja, ya que es precisamente la perspicacia de Lönnrot para descubrir la trama tejida por Scharlach la que provoca su propio descensus. Podemos formularlo en términos freudianos y decir que nos encontramos ante el caso del que fracasa al triunfar (S. Freud, Algunos tipos de carácter dilucidados por trabajo psicoanalítico).

En resumen, si Scharlach fuera lo suficientemente bobalicón como para no aprender de sus propios yerros, Lönnrot podría esquivarlo ad infinitum por medio de una sencilla estrategia:

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B a la derecha de A
C a la izquierda de B
D a la derecha de C
E a la izquierda de D
F a la derecha de E
...

Ahora bien, ante adversarios infinitamente bobalicones no hay alfabeto que alcance; por eso, antes de agotar nuestros recursos tipográficos conviene buscar una manera más adecuada de escribir, empleando subíndices:

A1, A2, A3, ...

Esto nos lleva al concepto de infinito actual, aunque ahora se trata de algo más que de la operación de coordinar conjuntos. Debemos pensar más bien en “números” que están más allá de lo finito: Cantor los denominó transfinitos, y estableció una forma de sumarlos y multiplicarlos. Todo empieza con un elemento que se agrega a la lista creciente de los números naturales, situado justo detrás de los puntos suspensivos:

1, 2, 3, ... ω

Esta extraña entidad que escribimos w se define como “el menor de los infinitos”; luego vendrán otros:

ω + 1
ω + 2
...
ω + ω,
etc.

La maquinaria cantoriana resulta de una gran belleza, según puede verse, por ejemplo, en Matemáticas e imaginación de Courant y Robbins. Para nuestros fines, basta con detenernos en este primer y “pequeñísimo” ω, y observar que los puntos definidos por Lönnrot llevan a pensar en un punto límite:

A1, A2, A3, ... Aω

En efecto, la sucesión de puntos es convergente; Lönnrot es capturado finalmente en Aω, pero al menos eso le permite ganar algún tiempo: con suerte, una buena infinidad de años.

Podemos plantear aun otro problema, el de calcular Aω. En otras palabras, eso nos lleva a buscar la respuesta a una pregunta elemental: en esta nueva versión del cuento, ¿dónde debe ubicarse la quinta de Triste-le-Roy?

1 - 1/2 + 1/4 - 1/8 + ... = ???

Las operaciones que llevaremos a cabo, de un modo informal, en realidad pueden justificarse con todo rigor. Si llamamos L al límite

L = 1 - 1/2 + 1/4 - 1/8 + ...,

y multiplicamos por 2, obtenemos:

2L = 2·(1 - 1/2 + 1/4 - 1/8 + ...) = 2 - 1 + 1/2 - 1/4 + 1/8 - ... = 2 - (1 - 1/2 + 1/4 - 1/8 + ...)

De esta manera,

2L = 2 - L,

y en consecuencia:

L = 2/3

Esto nos da la ubicación precisa, según puede observarse en el siguiente mapa:

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