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Abel, Niels Henrik (1802-1829)
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Escrito por Nácere Hayek (Universidad de La Laguna)   
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Abel, Niels Henrik (1802-1829)
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AbelN. H. Abel, matemático noruego del siglo XIX, fue un genio incomprendido marcado por la fatalidad. Su vida es un triste, más bien terrible ejemplo del drama que representa en numerosos casos, la íntima conexión de la pobreza y la tragedia. Tuvo que salir de su tierra, para contactar con los grandes matemáticos europeos, sin conseguir que le reconocieran sus sobresalientes méritos hasta después de su muerte. Su fecunda idea de la inversión marcó un hito en la matemática.

Su primera mayor aportación fue la prueba de la imposibilidad de resolución algebraica de la ecuación quíntica mediante radicales. Propulsó luego sobremanera el desarrollo de la teoría de integrales elípticas estudiando sus funciones inversas. Su contribución fue además decisiva en la fundamentación del análisis con el uso del rigor, dando precisión al contexto de series infinitas. La repercusión de los numerosos resultados que obtuvo en importantes zonas del análisis , le sitúan entre los más notables matemáticos de la historia. Junto a Henrik Ibsen, Abel es uno de los iconos nacionales de Noruega.

Niels Henrik Abel nació el 5 de agosto de 1802 en la isla de Finnöy en la costa sudoccidental de Noruega. Era descendiente de una familia de sacerdotes rurales. Su padre Sorën-Georg Abel ejercía como párroco protestante de la pequeña aldea de Finnöy, en la diócesis de Cristianía (la actual Oslo), aunque también colaboraría como político en pro de una Noruega independiente. Su madre Ana María Simonsen, era hija de un comerciante de Risör. El matrimonio tuvo siete hijos. Abel era el segundo de ellos. Ya cumplido un año, su padre fue designado pastor de un lugar llamado Gjerstad cerca de Risör, donde Abel junto con su hermano primogénito tuvo que iniciar su educación en un período crítico para el desarrollo de su país, ya que la disolución en 1814 de la unión de Noruega con Dinamarca (gobernadas desde Copenhague por el mismo rey) acabó con la cesión de Noruega a Suecia.

Esta última estableció entonces un gobierno provisional en Oslo y aunque a Sören se le incluyó en el cuerpo legislativo para su nueva constitución, la fuerte crisis noruega impidió al padre de Abel resolver la precaria situación económica de su familia. Unos años antes, Sören coadyuvaría con eficaces campañas, en la fundación (1811) de la primera Universidad noruega en Cristianía, la cual se pudo crear al proveerse de un cuerpo docente constituido por los mejores maestros de la Escuela Episcopal de Cristianía (existente desde la Edad Media), inaugurando la docencia universitaria en 1813. En 1815 logró conseguir a duras penas, una modesta ayuda para que Abel y el primogénito accediesen a la citada Escuela, donde destacaban en el curriculum Lenguas Clásicas, Religión e Historia.


Al principio de su instrucción, Abel se mostraría como un estudiante indiferente, más bien mediocre y sin que incluso las matemáticas le despertaran atracción alguna. Era notorio su malestar en esa escuela. No obstante, un inesperado cambio se produjo a raíz de la muerte de un condiscípulo ante los malos tratos de un maestro brutal que se excedía con castigos corporales a sus alumnos. El maestro fue entonces relevado (1818) por un joven matemático de mayor competencia, Bernt Holmboe (1795-1850), quien incentivó a sus alumnos a resolver por sí mismos problemas de álgebra y de geometría, escogiendo pronto algunos especiales para Abel, a la vista de su pasmoso avance de aptitud.

Desde aquel momento Abel se consagra a las matemáticas con la pasión más ardiente, adquiriendo velozmente un pleno conocimiento de las elementales. Con Holmboe, Abel se familiarizó con resultados superiores conocidos en su época, afanándose en las tres obras de L. Euler 1707-1803 sobre el cálculo, de I. Newton (1642-1727), de C.F. Gauss (1777-1855), de J.L. Lagrange (1736-1813) y otras clásicas de grandes maestros. Investigó por su cuenta y años más tarde al inquirirle cómo se situó tan rápido en primera fila, replicó “estudiando a los maestros, no a sus discípulos” [2].

A la sazón, el padre de Abel fallecía en 1820, sumiendo a la familia en situación trágica. En 1821 Abel logra ser matriculado en la Universidad de Oslo y ante una solicitud de Holmboe, muy convencido de que aquel frágil estudiante de tez cetrina con atuendo descuidado, era uno de los más grandes matemáticos de todos los tiempos, se le concede alojamiento gratuito y algún dinero para pequeños gastos. Sería graduado en 1822.

Una familiar acogida la había encontrado Abel en la casa del catedrático de Astronomía de Oslo (estudioso del magnetismo terrestre) Ch. Hansteen, cuya esposa lo cuidó como si fuese su propio hijo. En la revista Magazin for Naturvidenskaben que se imprimió en Noruega en 1823, se publicaron algunos breves trabajos de Abel, entre ellos uno en el que aparece por primera vez el planteamiento y la solución de una ecuación integral.

En su último año de escuela, Abel se mostraría muy interesado en un importante problema del álgebra, infructuosamente afrontado desde el siglo XVI y que a pesar de los denodados esfuerzos de Lagrange y otros matemáticos, figuraba entre los grandes problemas abiertos. En términos concretos, se trataba de hallar la solución mediante radicales de la ecuación algebraica general de quinto grado ax5 + bx4 + cx3 + dx2 + ex + f = 0 (llamada quíntica). Debido a sus minuciosas lecturas, Abel estaba enterado no sólo de las fórmulas de Cardano y de Bombelli para las ecuaciones cúbica y cuártica, sino que conocía muy bien la problemática pendiente. Ya desde fines de 1823, Abel llegaría a la conclusión de que resultaba imposible la resolución algebraica de la quíntica. Su primera prueba se publicó en 1824 [10,I]. Cometería un error y convencido de ello, estableció con éxito un teorema en que “si la ecuación es resoluble mediante radicales, las expresiones de las raíces pueden darse en tal forma que los radicales en ellas sean funciones racionales de las raíces de la ecuación dada y ciertas raíces de la unidad”, resultado que usaría luego para ratificar aquella imposibilidad para la quíntica (J. Crelle, 1826).

Por otra parte, Paolo Ruffini (1765-1822) estimulado por las reflexiones profundas al respecto de su maestro Lagrange [9,II], si bien demostró que no existe ninguna resolvente para las de grado < 5, creyó probar en 1813 (basándose en el resultado citado que probaría luego Abel) la imposibilidad de resolución algebraica para grado > 4. Ello confiere sin duda a Abel, el primer triunfo del problema multisecular.

Una vez abandonada la escuela, Abel creyó en principio, como dijimos, haber resuelto el problema de la quíntica; pero a la vista de que ni Holmboe ni ninguno de los mejores matemáticos de Noruega (Hansteen, Rasmussen, ...) pudieron comprobar la veracidad de su conjetura, envió a través de Holmboe la presunta resolución al matemático profesor F. Degen en Copenhague, para que la presentase a la Real Sociedad de Ciencias de Dinamarca. Degen le contestó requiriéndole algún ejemplo numérico, y sin comprometerse a dar su opinión. Esa respuesta contenía una advertencia de que “estudiara las integrales elípticas”. Al buscar ejemplos, hallaría el mentado error, que fue corregido más tarde, para probar la imposibilidad; este trabajo también contenía un error (al clasificar funciones), si bien, por fortuna, no esencial para el argumento [9, II].

Más tarde se le concedió a Abel una modesta beca para visitar a Degen en Copenhague. Allí conoció también a Cristina Kemp, que un tiempo después sería su novia. Otro nuevo estipendio le fue dado por el Gobierno noruego, con recursos suficientes para visitar los centros matemáticos más importantes del continente (en Alemania y Francia). Por esa dotación tuvo que aguardar más de año y medio, tiempo que dedicó a estudiar francés y alemán, sin abandonar su perseverante entrega a las matemáticas. En agosto de 1825 emprendió el viaje al extranjero, aunque antes de partir editó una breve memoria en la que se exhibía la idea de la inversión de las elípticas. ¡Cuán enorme sería el desengaño que tuvo en su visita a Alemania, al enterarse de que, sin siquiera leerla, Gauss tildara de “monstruosidad” el folleto que Abel le había enviado con su resultado! Eso le indujo tal antipatía, que en una ocasión diría “Gauss, como el zorro, borra con la cola la senda que sigue, para no dejar pista alguna de sus trabajos” [2]. La prodigiosa inventiva de Abel se refleja en sus trabajos. En su memoria sobre el problema anterior, destacó que se debían indagar las condiciones para poder resolver algebraicamente ecuaciones de cualquier grado, preludio de un paréntesis que solventó más tarde E. Galois (1811-1832) para sentar las bases de su teoría de ecuaciones mediante la de grupos [7], mostrando que a cada ecuación corresponde un grupo de sustituciones. Abel investigó la estructura de los grupos conmutativos y mostró que son producto de grupos cíclicos. No obstante, no destacaría en su trabajo el concepto de grupo (ni, claro está, la noción explícita de subgrupo normal). Se les reconoce a Galois y a Abel, la creación del álgebra moderna.


Desde Copenhague, Abel marchó hacia Alemania, para contactar cerca de Hamburgo con Schumacher (quien enviaría el folleto antes citado a Gauss) y de allí a Berlín. Llevaba una misiva para el consejero de construcciones, August Leopold Crelle (1780-1855), por quien sería cordialmente acogido. Con más peso en el mundo matemático que su gran benefactor Holmboe, Crelle era un destacado ingeniero, una de cuyas obras fue el primer ferrocarril prusiano entre Berlín y Postdam y autor también de algunos trabajos matemáticos. Crelle sería un fuerte impulsor de la matemática en Prusia, fundando (1825) el Journal für die reine und angewandte Mathematik (Journal de Crelle), revista pionera de matemática pura en el mundo y la más prestigiosa de Alemania. Abel estableció una cordial amistad con Crelle, quien pronto adivinó que aquél era un genio. En los primeros números editó 7 de sus trabajos; publicando 22 en total en el Journal de Crelle.

En Berlín leyó Analyse Algébrique de A.L. Cauchy (1789-1857), de la que en uno de sus artículos sobre la quíntica, ya había usado resultados sobre permutacioçnes. En perjuicio de su salud, Abel decidió desviar su ruta hacia la capital francesa, dirigiéndose hacia el norte de Italia para disfrutar unos días con sus compañeros Boeck y Keilhau con quienes vino desde Noruega. En julio de 1826 se trasladó a París, con una constelación entonces de grandes matemáticos, a cuya mayoría caracterizó algo despectivamente (como narraría a Holmboe [10,II] de “tan viejos que sólo quedaba de ellos su fama”. De Cauchy dijo que “era un excéntrico (...) lo que hace es excelente pero muy confuso”. Tildó a los franceses de “mucho más reservados con los extranjeros que los alemanes, siendo demasiado difícil ganar su intimidad”. También especificaba: “He realizado un trabajo sobre funciones trascendentes, para presentarlo al Instituto (...). Espero que lo vea Cauchy, pero seguramente ni se dignará mirarlo. Se trata de un buen trabajo y me agradaría conocer el juicio del Instituto”. Ese trabajo, primer ensayo de Abel sobre las integrales elípticas [10,I], fue presentado el 30 de octubre de 1826 al Secretario de la Academia de Ciencias de París, J. Fourier, para ser publicado en su Revista.

Este lo remitió a Cauchy (responsable principal, con 39 años) y a A. Legendre (1757-1833), para que fuese evaluado. Legendre (con 74 años) lo encontró penoso e ilegible y confió en Cauchy para que se encargara del informe [3].

Sumergido éste en su propia tarea, o tal vez porque vislumbrara en aquel mísero estudiante noruego un pobre diablo con vanas quimeras o incluso quizás por indiferencia al principiante, no prestó la debida atención, lo olvidó y lo extravió. Al parecer, cuando Abel se enteró de que Cauchy no lo había leido, aguardó con resignación el veredicto de la Academia (que nunca recibiría). Mas, al informársele luego de su pérdida, resolvió redactar de nuevo el principal resultado. “Aún siendo el más penetrante de todos sus trabajos, constaba sólo de dos breves páginas. Abel lo llamó estrictamente Un teorema: un monumento colosal resumido en unas parcas líneas” [11].

Al cabo de algún tiempo C.G. Jacobi (1804-1851) tuvo noticias de lo sucedido por el propio Legendre, a quien se dirigió (14 marzo 1829) exclamando: “¿Cómo es posible que un descubrimiento quizás el más importante de nuestro siglo, se comunicara a su Academia hace dos años y escapara a la atención de sus colegas?”. Esta pregunta se extendió como un reguero de pólvora hasta Noruega, lo que dio lugar a que su cónsul en París apremiara una reclamación diplomática acerca del manuscrito perdido. La Academia indagó y Cauchy lo encontró algún tiempo después. En la contestación a Jacobi, Legendre cuenta que al decidir redactar el oportuno informe, ambos se retuvieron al sopesar que Abel ya había publicado parte de la memoria en el Journal de Crelle. ¡¡Sin embargo!!, ”el ensayo no pudo publicarse hasta 1841 [10]”, un trabajo que luego Legendre calificó como monumentum aere perennius, y Hermite (1822-1901) un legado para más de 150 años [2].

Para coronar esta epopeya, se volvió a perder antes de ser leídas las pruebas de imprenta. La Academia en 1830, concedió a Abel el Gran Premio de Matemáticas, en unión con Jacobi, pero Abel ya había fallecido [2].

El episodio de París sólo pudo anegarle de: “¡desdén, indiferencia, miseria [6]. Para mayor gloria de la ciencia, fue determinante “el grito de alarma de Jacobi”[6].

No acabaron ahí las peripecias habidas. “Cuando los noruegos L. Sylow y S. Lie elaboraban en la década 1870-1880 la publicación de las obras completas de Abel se encontraron, para colmo de sorpresas con que el manuscrito se había perdido de nuevo” [4].

¿Qué había ocurrido esta vez? Según se supo más tarde, al profesor italiano Guglielmo Libri, alumno de Legendre, se le responsabilizó de seguir la impresión ”finalmente encontrada por Viggo Brun, de Oslo, en la biblioteca Moreniana de Florencia, tras algunas pesquisas relacionadas con Libri”[4]. El manuscrito (salvo 8 páginas) se localizó en 1952. “Sus letras pequeñas, el espacio muy aprovechado, las dos caras de cada hoja escritas” [3].

El manuscrito de Abel (que contiene el ya conocido como su gran teorema) se refiere a la extensión del teorema de adición de Euler para integrales elípticas, al caso de integrales de funciones racionales R(x, y(x)) de la variable x y de cualquier función algebraica y(x). Grosso modo, el teorema [10,I] enuncia “cualquier suma de integrales de la forma ∫ R(x, y)dx, donde las variables están relacionadas por f(x,y)=0 (f=polinomio en x e y ), puede expresarse en términos de un número fijo p de integrales de ese tipo más términos algebraicos y logarítmicos”. El mínimo número p depende sólo de la ecuación f(x,y)=0, el cual luego sería llamado género de la misma. Esto muestra que reconoció dicha noción fundamental antes que B. Riemann (1826-1866). Abel transformó radicalmente la teoría de integrales elípticas en la teoría de funciones elípticas, haciendo uso de las funciones inversas de aquéllas, mucho más fáciles de manipular.

En lugar de estudiar (como hizo Legendre) la integral elíptica de primera especie mediante su expresión en términos de funciones analíticas mejor conocidas, Abel la consideró como una función x de y, como una función elíptica. La función inversa x = f(y) así obtenida, resultó ser doblemente periódica y podía expresarse como cociente de dos productos infinitos. ¡Ese enfoque sencillo supuso uno de los máximos progresos matemáticos del siglo XIX! Los primeros resultados de Abel se publicaron en 1827 [2], con la idea central de la inversión (que ya bullía en su mente desde 1823). Como ya se anticipó, el otro descubridor de las funciones elípticas fue C. G. Jacobi que había estudiado en la Universidad de Berlín.

En contraposición con Abel, provenía de una familia judía de banqueros y disfrutaba de una vida plácida. Jacobi también conocía la obra de Legendre sobre integrales elípticas e investigó casi a un tiempo que Abel sobre transformaciones racionales de estas integrales. Presentó una comunicación (sin pruebas) (1827) con la fecunda idea de Abel de las funciones inversas, publicando (una vez probados los asertos pendientes) varios artículos en la revista de Crelle (1828, 1830). El concepto de inversión lo tenía Jacobi desde finales de 1827, e hizo uso además de la doble periodicidad de las funciones elípticas, y cuando conoció Abel la publicación de 1828, se apresuró a mostrar que los resultados de aquel trabajo eran consecuencias del suyo [10,II]. Legendre elogió el enorme mérito de Abel comentando: “¡Qué cabeza tiene este noruego!” [9,II] y en otra ocasión, pleno de admiración “¡La deducción tan vigorosa de los teoremas de transformación de las funciones elípticas, es superior a todos mis elogios, a todos mis trabajos!”, y preconizó asimismo ”sus trabajos serán considerados los más notables de nuestra época”. Los logros de Abel y Jacobi, serían descritos en suplementos al Tratado de Legendre (1829 y 1832).

Tanto el uno como el otro arribaron a una parte fundamental de las funciones elípticas: las funciones theta. Las funciones doblemente periódicas sn u, cn u y dn u, son cocientes de funciones theta y satisfacen ciertas identidades y teoremas de adición similares a las de seno y coseno trigonométricas. Los teoremas de adición de funciones elípticas, representan por otra parte, aplicaciones especiales del teorema de Abel sobre la suma de integrales de funciones algebraicas. Esta cuestión dio origen a investigar las integrales hiperelípticas (una generalización de las que Abel inició sus pasos, para que se invirtieran al igual que las elípticas). Jacobi dio la solución en 1832, naciendo así la teoría de funciones abelianas de p variables [14]. K. Weierstrass (1815-1897) remodeló la teoría de funciones elípticas y Gauss las investigó también sin publicar sus resultados.

El teorema de Abel condujo alrededor de 1850 a B. Riemann, alumno de Gauss, a una más amplia teoría de funciones multiformes (tímidamente abordada por Cauchy), con una visión que le suministró la clave del concepto de superficie de Riemann, descubriendo el género de la misma como un invariante topológico y como medio de clasificación de las funciones abelianas. Sería la no univocidad de las transformaciones conformes lo que llevó a Riemann a las superficies de varias hojas con su nombre [14].

El siglo XIX se caracterizó por la reintroducción del rigor en las demostraciones. Había “una tremenda oscuridad en el análisis(...) nunca tratado con rigor” [10,II]. El uso de series sin referencia a la convergencia y divergencia produjo conmoción, paradojas y desacuerdos. Su espíritu renovador sería decisivo para imponer la exigencia del rigor [8] (propugnada antes por Gauss); en especial, para la concepción del proceso de paso al límite en las series infinitas, vinculada a la necesidad didáctica de enseñarlo.

Esto originó (primer tercio del XIX), una redefinición del concepto de función [15]. En 1821, Cauchy emprende la introducción del rigor, haciendo hincapié en la sin razón de las series divergentes. En un artículo de 1826, Abel alabó la obra de Cauchy [10] y muchos tratados de análisis incorporaron el nuevo rigor, el cual no avanzó sin oposición. Generó gran controversia la prohibición, mayormente por Abel y Cauchy, de las series divergentes. Abel las atacó con rudeza: “Estas series son una invención del demonio [...] dan lugar a falacias y paradojas” [10,I]. Abel dio precisión a la teoría de convergencia de las series infinitas.

En un notable trabajo sobre series binómicas, testimonia su sagacidad, penetración y agudeza crítica, arremetiendo contra la falta de rigor con que se opera con series infinitas. La obra de Cauchy inspiró a Abel y algunos criterios de convergencia llevan hoy el nombre de Abel. Este advirtió y corrigió (1826) el error de Cauchy de su falso teorema sobre la continuidad del límite de una serie convergente de funciones continuas. Es claro que Cauchy aún no tenía la idea del concepto de convergencia uniforme [10,I].

La condena de Cauchy (y de Abel) defendiendo una matemática rigurosa, fue aceptada por franceses, pero no por ingleses y alemanes. Algunos alemanes y la escuela de Cambridge, abogaron por las series divergentes, aguardando a una nueva teoría de series infinitas. A finales del XIX era ya difícil imaginar la definición de convergencia dada por Cauchy como una necesidad impuesta por algún poder sobrehumano [9,II].

En París, Abel se cargó de deudas y como la situación de su madre y hermanos era ya desesperada, regresó a Oslo en mayo de 1827. No pudo ocupar un trabajo regular apropiado, porque Holmboe había sido contratado como profesor de la Universidad noruega. Dio clases a escolares, en tanto escribía artículos sobre las elípticas en su competición con Jacobi. En 1828 Hansteen viajó a Siberia, ocupando Abel su plaza docente. Aunque desde hacía tiempo Abel padecía tuberculosis, en la Navidad de ese año viajó en trineo a Fröland para ver a su novia, empleada allí como institutriz de una familia inglesa. Mediado 1829 empeoró a causa de una hemorragia persistente. Padeció su peor agonía la noche del 5 de abril y el día 6 falleció. Tenía 26 años y ocho meses.

Dos días después de su muerte, una carta de Augusto Crelle, anunciaba que la Universidad de Berlín le había nombrado profesor de matemáticas. Gauss y Humboldt solicitarían también una cátedra para Abel. Legendre, Poisson y Laplace, escribieron asimismo al rey de Suecia para que ingresara en la Academia de Estocolmo.

Hay varios mitos sobre su persona. Algunos le caracterizan como el Mozart de la ciencia. Un monumento fue erigido por los amigos de Abel en su tumba.
Entre los muchos honores conferidos al joven sabio noruego, figuran: Un cráter lunar lleva su nombre, una calle del distrito duodécimo de París se denomina ”rue Abel”, y una estatua del escultor Gustav Vigeland en 1908 fue erigida en el Royal Park de Oslo.
El Premio Abel (equivalente al Nobel) ha sido instituido desde el año 2002, bicentenario de su nacimiento.


Bibliografía

  1. R. G. Ayoub. Paolo Ruffini’s Contributions to the Quintic, Archive for History of Science, 23, 253-277 (1980).
  2. E.T. Bell. Men of Mathematics, Simon and Schuster, Nueva York (1953).
  3. V. Brun, Niels Henrik Abel, Neue biographische Funde, J. Reine Angew Math., 193, 239-249 (1954).
  4. A. J. Durán. Historia, con personajes, de los conceptos del cálculo. Alianza Universidad, Madrid (1996).
  5. H. M. Edwards. Read the Masters! , in Mathematics tomorrow, ed. L. A. Steen, Springer, 105-110 (1981).
  6. J. Echegaray. El Newton del Norte (Abel). Ciencia Popular , Imp. Hijos J.A. García, Madrid (1996).
  7. L. Geymonat. Historia de la Filosofía y de la Ciencia, (tomo III, El pensamiento contemporáneo). Edit. Crítica, Grijalbo, Barcelona (1985).
  8. N. Hayek. Una biografía de Abel, Números, vol. 52 (2002), 3-26. Edit. Sociedad Canaria “Isaac Newton” de Prof. de Matemáticas, La Laguna (España).
  9. M. Kline. El pensamiento matemático de la Antigüedad a nuestros días (tomos I, II y III). Alianza Editorial, Madrid (1992).
  10. Niels H. Abel. Oeuvres complètes (Vols. I y II). Edit. Jacques Gabay, 1992 (Nouv. Edit. de L. Sylow y S. Lie, Christianía, Imprim. Grondahl & Sons, 1881).
  11. O. Ore. Niels Henrik Abel: Mathematician Extraordinary. Chelsea (1974).
  12. K. Ríbnikov. Historia de las Matemáticas. Edit. Mir, Moscú, 1991.
  13. M. I. Rosen. Niels Henrik Abel and the equation of the fifth degree. Amer. Math. Monthly 102, 495-505 (1995).
  14. Dirk J. Struik, A concise History of Mathematics. Fourth. edit. rev., Dover Publicat., New York (1987).
  15. H. Wussing ,W. Arnold., Biografía de grandes matemáticos, PUZ. Zaragoza (1989).

Obra relativa a autores aludidos en esta biografía:

L. Euler, Institutiones calculi (1768-74); A.L. Cauchy, Cours d’Analyse Algébrique, Oeuvres III (1821),IV (1823); A-M. Legendre, Traité des fonctions elliptiques, 5 Vols.(1827-1832); C.G. Jacobi, Fundamenta Nova Theor. Funct. Elliptic., Werke 1 (1829); C.F. Gauss, Disquisitones Arithmeticae, Werke 1(1801); J.L. Lagrange, Calcul des fonctions, Oeuvres 10 (1770;1801); P. Ruffini, Riflessioni intorno alla soluzione della equationi algebraiche generale, Opere Mat. 2(1813) .

 

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