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39. Planetas de Ciencia Ficción (3)
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Escrito por Miquel Barceló   
Jueves 01 de Marzo de 2007

Siguiendo con nuestra serie sobre cómo la ciencia ficción ha contemplado la realidad de los diversos planetas, hay que decir que los narradores no se han detenido en los planetas realmente existentes. La ciencia ficción cubre muchas más facetas.

Planetas inventados: la imaginación controlada

Uno de los más serios problemas a los que se enfrentan algunos autores de ciencia ficción, es el imaginar de forma coherente nuevos entornos planetarios. El problema incluye diversos aspectos que han de ser analizados con rigor en función de los conocimientos astronómicos y cosmológicos de que disponemos.

Es un problema que incluye diversos y variados aspectos: desde la dinámica de sistemas solares con más de una estrella, a la forma en que las estrellas afectan la formación de los planetas, pasando por los efectos de la masa, la gravedad y el campo magnético del planeta en cuestión, etc. Y todo ello sin olvidar el complemento que pueda representar la bioquímica de una posible vida planetaria y la forma en que las condiciones físicas del planeta y de su sistema solar influencian la evolución de la vida.

No son problemas banales ni sencillos y, aunque muchos autores (literatos en suma) evitan detenerse en ellos, hay también brillantes especialistas en imaginar mundos diversos e intentar hacerlo de forma respetuosa con lo que la ciencia actual conoce.

Uno de los autores que más destaca en este campo es Hal Clement, quien, en Misión de gravedad (1953), describe la vida en las duras condiciones del planeta Mesklin, un planeta con un gran gradiente de gravedad y con unos curiosos habitantes.

El planeta Mesklin, casi en forma de disco y con gran velocidad de rotación, es grande y muy denso. La gravedad en su superficie varía enormemente desde 3g en el ecuador hasta los 700g de los polos. Los océanos son de metano líquido y la nieve es amoníaco congelado. En esas condiciones de pesadilla viven los "mesklinitas" quienes, debido a la práctica bidimensionalidad de sus vidas (mirar hacia arriba es algo incluso físicamente difícil a causa de la gravedad), han tenido que desarrollar una curiosa cultura y una sociedad perfectamente acordes con las condiciones de su entorno. La novela es un perfecto ejemplo de la construcción coherente de un mundo en el que las condiciones físicas representan una dificultad adicional para la vida.

La problemática de una gravitación exagerada ha sido recogida y actualizada por el Dr. Robert L. Forward en Huevo del Dragón (1980). En un evidente homenaje a la obra de Clement, el Dr. Forward especula con la posible vida de unos seres francamente distintos que habitan nada más y nada menos que en la superficie de una estrella de neutrones.

Las condiciones en la estrella de neutrones son, evidentemente, infernales. Sesenta y siete mil millones de veces la gravedad terrestre han comprimido la estrella a una esfera de sólo veinte kilómetros de diámetro que experimenta una revolución (un "día") en sólo 200 milisegundos. Y, por si ello fuera poco, además la fuerza del campo magnético (un billón de gauss), altera los núcleos de la corteza y, también, las reacciones químicas habituales en nuestro mundo son reemplazadas por nuevas reacciones de neutrones.

En ese mundo imposible, el Dr. Forward imagina que existe vida, la de los "cheela", los seres ameboides de la corteza de la estrella, que experimentan en una hora el equivalente de más de cien años de vida terrestre. Los detalles técnicos de su anatomía y biología son también verosímiles por su correcta adaptación al difícil mundo en que viven. Como era de esperar, (e incluso agradecer) la novela dispone de un interesante "Apéndice técnico" donde el autor, investigador en el campo de la astronomía gravitatoria, expone el posible fundamento de ésas que, a primera vista, parecen especulaciones un tanto exageradas.

Se trata, en ambos casos, de algunos de los mejores exponentes de la mejor ciencia ficción hard, de esa ciencia ficción no siempre tan abundante como sería de desear, que intenta especular coherentemente al amparo de los conocimientos científicos disponibles. Una forma amena de sugerir especulaciones en torno a la ciencia por medio de una trama de aventuras que las hagan aún más amenas. El verdadero núcleo de la ciencia ficción.

Pero, conviene no engañarse, hacer buena ciencia ficción hard no es fácil, por eso no es de extrañar que, en las últimas décadas hayan aparecido incluso manuales que pretenden ayudar a los escritores de ciencia ficción en ese duro cometido. Respecto de la creación imaginada de nuevos mundos, cabe destacar libros como World-Building: A writer's guide to constructing star systems and life-suppporting planets (1996) de Stephen L. Gillett.

Planetas inventados: la imaginación desbordada

A veces los autores de ciencia ficción imaginan cosas francamente sorprendentes. A mediados de la década de los cincuenta, un astrónomo famoso, Fred Hoyle, especuló novelísticamente con la idea de lo que pudiera ocurrir si una masa de materia interestelar pudiera llegar a estar dotada de inteligencia. La idea que Hoyle planteara en La nube negra (1957), fue retomada recientemente por otro autor de ciencia ficción, el veterano Frederik Pohl, en El mundo al final del tiempo (1990).

Otra idea un tanto paradójica y no menos sorprendente es la de imaginar una mente única a nivel planetario. Uno de los mejores ejemplos de ello es el descrito en Solaris (1961), la magistral novela de Stanislaw Lem que, diez años después, dio lugar a una dilatada y reflexiva versión cinematográfica dirigida por Andrei Tarkovski y mucho después, otra, estadounidense esta vez, protagonizada por George Clooney. Y conviene destacar que la novela de Lem se escribió incluso antes de la hipótesis Gaia de James Lovelock, quien ve también a nuestro propio planeta como un descomunal organismo vivo, un todo viviente, coherente, autorregulador y autocambiante, sometido a las reglas de la homeostasis.

Solaris es un curioso planeta que orbita entre dos soles, uno rojo y otro azul. Es evidente que tal supuesto es arriesgado. Sabemos que, en esas condiciones, la órbita no puede ser estable y que, tarde o temprano, el planeta será engullido por uno de los dos soles.

Pero, nos cuenta Lem, eso no ocurre con Solaris. Milagrosamente la órbita permanece estable y lo lógico es suponer que algo o alguien colabora a ese hecho insólito según la mecánica celeste.

Solaris es un planeta cuyo diámetro sobrepasa en un quinto el diámetro de la Tierra, pero que dispone de una masa varias veces inferior a la de nuestro planeta. La superficie de Solaris está cubierta por un océano tachonado de innumerables islas, a modo de altiplanicies. Pero todas esas islas suman una superficie que es incluso inferior a la de Europa. Se trata, evidentemente, de un mundo acuático.

En la hipótesis de Lem, ese océano es una formación orgánica, una entidad compleja que viene a representar toda la vida existente en Solaris: un único habitante pero gigantesco. Una vida que parece haber evolucionado no sólo para adaptarse al medio, sino para dominarlo. Efectivamente: la razón última de la imposible estabilidad del planeta parece residir en ese océano al que los físicos, sin por ello asig­narle la categoría de ser vivo, han denominado "máquina plasmática" por haber encontrado cierta relación entre los procesos que tienen lugar en ese océano y el potencial de gravitación medido localmente. En cierta forma, la estabilidad de la órbita se explica a expensas de generar un misterio mucho mayor.

Tanto la novela como las versiones cinematográficas, parecen orientadas a sugerir los inevitables límites del ser humano y de su capacidad de comprender lo intrínsecamente distinto. En realidad, Solaris viene a ser un caso extremo de "contacto con inteligencias extraterrestres" (otro tema especulativo muy propio de la ciencia ficción) y, en el fondo, una reflexión que bordea la metafísica en torno a si existe o no una verdad absoluta. Inevitablemente seres tan distintos como ese océano y el humano protagonista parecen condenados a no comprenderse.

Lem imagina, consecuentemente, una nueva ciencia, la "solarística" construida en torno a las raras experiencias que surgen en un mundo como Solaris donde incluso las mediciones de los aparatos electrónicos muestran una actividad fantástica agravada por el hecho de que esas mediciones nunca resultan ser repetibles. Posiblemente la interacción de ese misterioso océano altera los datos y amenaza incluso a un hecho capital en la ciencia observacional moderna: la postulada capacidad de poder repetir los experimentos. Un postulado que, simplemente, no se da en el planeta Solaris, lo que, implícitamente, deja en mal lugar a la ciencia como herramienta última de conocimiento. La "solarística" empieza a alzarse como una nueva fe disfrazada de aspectos científicos, como una posible nueva religión de la era cósmica.

De una arriesgada hipótesis planetaria, Lem extrae como consecuencia un interesado análisis de los límites propios del ser humano. Límites individuales cuando las mentes de los protagonistas rehúsan aceptar sus creaciones mentales que parecen haberse convertido en reales en Solaris; y límites como especie incapaz de superar las barreras del propio antropocentrismo. La comprensión de la inteligencia alienígena resulta imposible al margen de nuestro propio marco de referencia cultural y filosófico, evidentemente limitado.

Hay otros ejemplos de imaginación completamente desbordada en la ciencia ficción que ha imaginado sistemas planetarios. Uno de los más sorprendentes es el que inventa el británico Bob Shaw en Los astronautas harapientos (1986), donde dos planeta, Land y Overland sólo están separados por unos miles de kilómetros, comparten atmósfera y puede irse de un planeta al otro en globo aerostático. Para ahorrarse las inevitables críticas de verosimilitud científica, Shaw incluye en la novela una escena en la que un científico descubre el valor de π que resulta ser exactamente 3. El lector se  convence así de que esos planetas no existen en nuestro universo y, benévolo, olvida las críticas...

Aunque el caso más clásico y famoso de sistema planetario extraño imaginado por la ciencia ficción es el planeta Lagash de Cae la noche (1941) de Isaac Asimov. El relato surgió como fruto de una sugerencia del editor John W. Campbell a partir de una cita del poeta Ralph Waldo Emerson: "Si las estrellas aparecieran una sola noche cada mil años... ¿cómo podrían los hombres creer y adorar, y conservar durante generaciones el recuerdo de la ciudad de Dios?". Asimov imaginó un sistema planetario con siete soles de manera que, en Lagash, sólo se hace de noche una vez cada dos mil cincuenta años. La inesperada y pavorosa llegada de la noche (y la visión de las misteriosas y tal vez peligrosas estrellas...) hace que la civilización de Lagash entre en crisis a cada ciclo astronómico y se destruya precisamente cada dos mil cincuenta años, teniendo que volver a empezar cada vez desde cero. Una curiosa manera de visualizar casi literalmente a la sugerencia de Emerson.

Para leer:

Ensayo
- World-Building: A writer's guide to constructing star systems and life-suppporting planets (1996), Stephen L. Gillett.

Ficción
- Misión de gravedad (1953), Hal Clement.
- Huevo del Dragón (1980), Robert L. Forward.
- La nube ne­gra (1957), Fred Hoyle.
- Solaris (1961), Stanislaw Lem.
- El mundo al final del tiempo (1990), Frederik Pohl.

 

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