Don Quijote y Sancho Panza en los campos de la Mancha (Mayo 2005)
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Don Quijote y Sancho Panza

Aquella mañana, después de tres días de llover sin parar, apareció, al fin, con el cielo despejado.

Don Quijote y Sancho Panza, alcaer la tarde del día anterior, se habían resguardado de la lluvia bajo unas encinas tan tupidas que se presentaron como un buen techo para pasar la noche. Así que, después del sueño breve pero reparador, don Quijote, como buen madrugador, bendijo la bonanza de la mañana que tenían por delante y despertó a su escudero para ponerse en marcha cuanto antes.

Por su parte, Sancho Panza, como buen dormilón que era, maldijo el buen tiempo que había animado a su señor a ponerse en camino tan temprano.

-Que las cinco de la mañana no son horas para que se levante un cristiano –protestó el escudero, mientras ensillaba al también adormilado Rocinante.

-Pues se supone que eres campesino y, como tal, acostumbrado a madrugar. ¿O no? ¿A qué hora ibas a trabajar las fanegas de sembradura, malandrín; después de la siesta? –preguntó don Quijote ante las protestas de Sancho.

-Bien de mañana, por supuesto. Pero si me animé a seguiros de escudero fue precisamente por eso: por la hartura que tenía de madrugones. Y porque me hice las siguientes cábalas: si los señores hidalgos no trabajan, tampoco madrugarán y, por lo tanto, tampoco sus fieles escuderos. Pero mire vuecencia por donde, me equivoqué, y me avine a acompañar al único caballero andante y madrugante del universo mundo, que ya es mala suerte.

-Vamos, vamos, menos palabras y más hechos, que se nos hace tarde con tanta verborrea y tanto lamento.

-Pero, tarde, ¿para qué?

-Para qué va a ser, zoquete, para llegar a El Toboso cuanto antes, pues nerviosa y expectante estará ya mi señora Dulcinea por la espera.

Dispuesto a no empezar el día discutiendo con su señor, Sancho terminó de aparejar a Rocinante y se dispuso a hacer lo mismo con su rucio viendo ya preparado para la marcha a don Quijote.

Con el sueño aún pegado a los ojos el escudero siguió a su señor pensando, una vez más, si habría sido buena idea haberlo seguido en su aventura que, cada día que pasaba, aparecía como más disparatada. Lo mismo que aparecían cada vez más lejanas las posibilidades de conseguir la fortuna y las ínsulas que gobernar, y los títulos y las mercedes prometidas por el caballero. Que lo conseguido hasta el momento había sido hambre, madrugones, frío y mojaduras, más de un insulto, varias amenazas y pedradas, y hasta un manteo del que aún se resentían sus huesos.

Por su parte, don Quijote estaba, como él reconocía, distraído en su pensar. Los gigantes a los que combatir, los otros caballeros andantes a los que derrotar, las princesas a las que rescatar y los entuertos por desfacer habían quedado relegados en su pensamiento ante la fuerza del deseo de contemplar a la dama que le tenía sorbido el seso: la sin par Dulcinea del Toboso, la más bella entre las bellas, la dama de sus sueños y ensueños a la que, por fin, iba a conocer, que contando estaba las leguas que faltaban para llevarle ante su presencia.

Y en estas estaban caballero y escudero cuando escucharon, tras unos matorrales, unos lamentos.

De vuelta a su condición de caballero protector de desvalidos, don Quijote se bajó la visera de la celada, se ajustó la adarga, empuñó con energía renovada la lanza y picó espuelas para saltar sobre los matorrales... atropellando al que tras ellos se lamentaba en solitario.

-¿Dónde están los endriagos que os amedrentaban? ¿Dónde, dónde, donde? –preguntó don Quijote al maltrecho muchacho que ahora se lamentaba con razón.

-Pero qué endriagos ni que gaitas: solamente estaba sentado al abrigo de los matojos, escribiendo poemas de amor. Soy poeta.

-¿Y por qué os lamentabais?.

-Porque así es la inspiración, señor caballero orate. Sobre todo cuando se escribe sobre amores imposibles, que es mi tema favorito –contestó el poeta, ya repuesto del revolcón.

-¡Oh, noble arte de la poesía! ¿Podríais escribirme algún poema para la mi dama, la sin par Dulcinea.

-Está bien Aquí tenéis mi ultimo libro publicado. Vuestro es... por el módico precio de tres maravedíes, de la ceca de Trujillo a ser posible, ya puestos a pedir–contestó el poeta, aún asustado, pero sacando un libro de su zurrón.

-Caro os vendéis, señor poeta.

-El alimento del espíritu, por noble, no tiene precio y no es comparable con el del cuerpo, señor caballero.

-Hablando de alimento: aún no hemos desayunado, mi señor. Y bien podríamos comprarle algo a ese labriego que cesta al hombro se aproxima. Que el espíritu bien puede esperar, pero el cuerpo protesta, que mirad cómo me ruge la tripa más vacía que una bacía de barbero, sin ir más lejos con el símil.–dijo Sancho al ver que su señor se disponía a pagar al poeta.

En ese momento llegó hasta ellos un campesino que cargaba con un canasto de manzanas. Después de charlar un rato con ellos y después de ajustar el precio, le dio a don Quijote la mitad de las manzanas que llevaba más 2; a Sancho la mitad de las que le quedan más 2, y al poeta la mitad de las sobrantes más 2. Y aún le sobró una manzana para él.

Después de comerse las manzanas que le tocaron en el reparto, Sancho, ya más tranquilo después del improvisado desayuno, preguntó al campesino cuántas manzana llevaba en el canasto.

-Pues no lo sé, señores. No las conté.

Así que Sancho se quedó con la duda de cuantas manzanas habría en total en el capazo, ya que, en realidad ya ni se acordaba cuantas manzanas se había comido él mismo, pues acuciado por las prisas que su estómago le metía, más que comerlas las devoró.

 

Don Quijote y Sancho Panza se pusieron de nuevo en camino. Y mientras el caballero comía una de las manzanas que le habían tocado en el reparto, su escudero aprovechó para ojear el libro que el poeta les había vendido. Y en esas estaba cuando don Quijote le dijo:

-Me sorprende Sancho, amigo, ver a un rufián como tú cultivando el espíritu.

-Pues nada tiene de extraño, mi señor, que cuando el cuerpo está alimentado con comida, el espíritu bien disfruta con las letras.

-¿Y de qué tratan los versos?

-Pues no lo sé, mi señor. Este libro es para mí ilegible por completo. Y tengo que confesar que lo único que he comprendido son los números de las páginas. Que ya sabéis que leer no leo, pero cuento bien de tanto contar repollos y lechugas y cabezas de ajo.

-Pues algo es algo, amigo mío –dijo don Quijote, chusco.

-Sí, pero estoy hecho un lío. Todos los números de las páginas juntos son 207 cifras en total. Y hay un poema por página a partir de la página 3. Así que me pregunto: ¿cuántas poesías tengo a mi disposición?

Ya iba Sancho a empezar a calcular las poesías que contenía el libro cuando oyeron un galope a sus espaldas. Y antes de que les diera tiempo a volverse para averiguar quien venía por el camino en su misma dirección, les alcanzó un anciano montado sobre un rocín aún más famélico que Rocinante, aunque trotara con más orgullo que el Babieca del Cid Campeador y el Bucéfalo del gran Alejandro juntos.

El recién llegado se presentó como Jesús Castillo del Castillo, militar retirado y, según él, héroe de mil batallas con los tercios con los que recorrió Europa hasta sus últimos confines de victoria en victoria. El militarse emparejó al paso del caballero dispuesto a contarle mil batallas, y don Quijote dispuesto a escucharlas.

 

A la hora del almuerzo los tres caminantes pararon a almorzar en una venta que había a la vera del camino. Y allí, sentados a la sombra de una parra y animado por los vapores del vino de Valdepeñas que les sirvió un mozo, el militar contó como había combatido contra el Turco. (Aquí el militar aclaró que aunque al enemigo se le denominaba como El Turco, pues resultaba que el Turco no era uno, sino muchísimos y muy feroces).

Y contó que un día su general, antes de la que se presentaba como terrible batalla, contó sus soldados. Y que la suma de las cifras del número que obtuvo fue 17. El general, tras la batalla, contó los muertos y los heridos y la suma de ambos era un número que, curiosamente, sumando sus cifras también daba 17. Según el general los soldados supervivientes desfilaron ante él en filas de 9. Don Quijote y Sancho se preguntaron si esto sería posible. Pero se lo preguntaron poco tiempo, ya que antes de que les diera tiempo ni siquiera a empezar a pensar el militar ya contaba una nueva historia, después de vaciar su jarra de vino y la jarra del sorprendido don Quijote, que no la de Sancho, que al verle las intenciones etílicas sujetó bien fuerte la suya.

-Ahora bien, mi mayor heroicidad, la que me dio gran fama y loor, de la que se habló y se hablará por los siglos de los siglos, desde la Anatolia hasta las Indias, pasando por Estambul y Logroño, la hazaña que...

-Resumid, señor militar, que tenemos que llegar a El Toboso antes de que caiga la noche –le cortó Sancho, al comprobar que el militar era proclive a regodearse en circunloquios.

-Esta bien, pues como iba diciendo, mi mayor logro en mi dilatada carrera armamentística, que lo es, fue cuando mi general me ordenó que rastreara un campo sembrado de cepos mortales y yo...

-Y yo me pregunto, por qué no fue él a rastrearlos –dijo sancho, ante la sorpresa del militar y el disgusto de don Quijote por la nueva interrupción.

-¿Quién? –preguntó el militar, desconcertado.

-Pues el general. Que los generales son muy dados a mandar y a no arriesgar, que a eso se le llama ver los toros desde la barrera, que si yo fuera soldado le diría: Pues a rastrear vais vos; y asunto arreglado.

-Que simple eres, buen Sancho. ¿Y la gloria? ¿Y el honor? ¿Y el servicio a la Patria? –preguntó don Quijote.

-Zarandajas, gaitas gallegas, necedades, sandeces, mentecateces, inepcias, gedeonadas, vacuidades, fantochadas, botaratadas, memeces y, sin ir más lejos, dislates de gentes que no trabajan y que no producen, que si arrimaran el hombro no tendrían tiempo de jugar a los soldaditos de plomo.

-Muy adjetivista te veo, rufián, para ser tan de mañana. Y un tantodejado de espíritu patrio.

-Mi patria es el bienestar de mi estómago, la salud de los míos y estar en paz con el mío vecino –repuso Sancho, claramente indignado.

-Vaya por Dios; y ahora refranero.

-Señores, por favor y por el cielo que nos cubre: ¿cuento mi hazaña o no la cuento? –dijo el militar, apurando la última gota de vino.

-Contadla, señor mílite. Y tú, calla y bebe, zote –dijo don Quijote, dirigiéndose al militar y a su escudero.

-Está bien, pues como iba diciendo, mi general me ordenó rastrear un campo plagado de cepos mortales enterrados que tenía forma de triangulo equilátero. Y yo me apresté a obedecerle, que no soy como otros y no señalo a nadie –dijo el militar, mirando de reojo a Sancho- Rastreé el campo ayudado de un potente imán cuyo radio de acción era igual a la mitad de la altura del triángulo. Yo salí de uno de los vértices y llevé a cabo mi misión con éxito, pero no recuerdo el recorrido que hice para rastrear todo el triángulo con un recorrido mínimo. Y me gustaría recordarlo... o calcularlo, porque ahora que caigo, bien podría plantearse mi hazaña como el enunciado de un problema de la ciencia matemática, que es lógica y no infusa.

En ese momento, salió la ventera gritando y, escoba en mano, arremetió a escobazos contra el militar que, como poco airosa defensa de su persona, se metió debajo de la mesa, para regocijo de Sancho Panza:

-Vago, borracho, haragán, que me vas a matar a disgustos. Venga para dentro, mamarracho. Y vuesas mercedes no le hagan caso, que este espantajo ni es ni ha sido ni será militar y menos aún aguerrido, que dime de lo que presumes y te diré de lo que careces. Que este fantoche es mi marido, el ventero de esta venta que yo saco adelante con mi trabajo, que no con el suyo. Que lo que es un vago redomado y un farsante charlatán que se hace pasar por héroe de mil batallas con tal de que lo inviten a un trago, o a dos, o a tres, o a los que sean que para darle al codo, que para esosi que bien sirve.

Y allí se quedaron don Quijote y Sancho Panza, viendo como la ventera metía a escobazos a su marido en casa.

-Que efímera es la gloria, verdad mi señor –dijo Sancho.

-Efímera y transitoria, como una estrella fugaz en la oscuridad de la noche.

-Que cosas tan profundas decís, mi señor.

-Bueno, no es por quitarme mérito, pero es que el vino imprime poesía al alma y ayuda a desatar la lengua.

 

Don Quijote y Sancho Panza reemprendieron camino hacia El Toboso. El caballero pensando en su dama, y el escudero dándole vueltas al magín con las dos historias del militar y contando los poemas del libro uno por uno, que no estaba a esas alturas del día como para calcular de otra manera los poemas que podía contener el libro que les vendió el poeta.


Autor: Joaquín Collantes
Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

 
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