La revolución del metro
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La revolución del metro
Categoría: Divulgación matemática
Autor:
José Antonio de Lorenzo Pardo
Editorial:
Celeste Ediciones (Colección Divulgadores Científicos Españoles)
Año de publicación: 
1998
Nº de hojas:
0
ISBN:
84-8211-166-3

Medir es una de las actividades humanas que están presentes, de alguna forma, en todas las culturas.

Conceptualmente, medir significa hacer una comparación relativa. Medir la cantidad a de una cierta magnitud es compararla con una cantidad u de esa misma magnitud, llamada unidad, siendo la medida de a el número a/u, razón de las cantidades a y u.

En el plano matemático, la idea de medida ha conducido a la noción de número real. Tras el descubrimiento pitagórico de los segmentos inconmensurables surge la teoría de razones de cantidades de la misma magnitud, elaborada por Eudoxo de Cnido y recogida por Euclides en el Libro V de sus Elementos.

Esta teoría suele considerarse la primera sobre los números reales y será preciso esperar a la segunda mitad del siglo XIX para encontrar otras que no hagan alusión a cantidades.

En el plano de la vida cotidiana y de las relaciones económicas la medida presenta una gran complejidad. El hecho concreto y material de medir y de expresar la medida se convierte a veces en un mundo lleno de dificultades. La Revolución del Metro, el libro de José Antonio de Lorenzo al que se refieren estas líneas, presenta muchos de los aspectos que tienen relación con la medida.

Con el paso del tiempo, cada comunidad humana ha ido configurando un sistema propio de medidas de acuerdo a sus necesidades.

Los sistemas tradicionales usaban generalmente unidades referidas al cuerpo humano, tales como pulgada, palmo, pie, paso... Estos nombres podían referirse a cantidades diferentes en lugares próximos o incluso en un mismo lugar con el paso del tiempo.

Era frecuente que se utilizaran unidades diferentes de una misma magnitud sin que hubiera relación explícita o clara entre ellas. El uso de una u otra dependía de lo que se fuera a medir. Por ejemplo, diferentes longitudes se expresaban en unidades distintas, según se tratara de una tela (vara) o un camino (legua). Se utilizaban subdivisiones de las unidades mediante el uso de sus mitades y tercios.

Otra característica de los sistemas tradicionales son las mediciones indirectas.

Para medir un terreno se usaban, entre otras unidades, la fanega (superficie que se sembraba con una cierta cantidad de semilla, por lo que varía de un lugar a otro) y la jornada (superficie que un hombre cultiva en un día). Lo que realmente se medía era la productividad del terreno o el tiempo que era necesario dedicarle, lo que posiblemente tenía más interés que la superficie.

En el libro que se reseña hay un detallado estudio del sistema gallego de medidas. José Manuel González Rodríguez (Medidas y contabilidades populares. Centro de la Cultura Popular Canaria, 1991) describe el antiguo sistema canario y en Medidas tradicionales y de oficios. Guía didáctica (Ministerio de Educación y Ciencia y Sociedad Madrileña de Profesores de Matemáticas Emma Castelnuovo, 1995) se pueden encontrar muchas de las unidades castellanas.

El autor destaca que el concepto de magnitud estaba ausente de los sistemas tradicionales de medidas, de tal forma que no se medía una cantidad de una magnitud, sino un objeto determinado.

La ausencia de unidades utilizadas de forma universal dificultaba el comercio y la comunicación científica, al hacer complicadas las relaciones entre lugares situados a cierta distancia. En otro orden de ideas, esta gran varie¬dad de unidades, así como sus frecuentes variaciones, favorecía el fraude, lo que beneficiaba principalmente a los más poderosos, de forma que el sistema tradicional de medidas era un instrumento más del poder feudal. El juicio de que había un caos metrológico al que se puso fin con la presencia del metro debe ser atemperado. Como José Antonio de Lorenzo señala, "considerar el sistema métrico decimal como ordenado y sencillo y a los sistemas tradicionales complicados y caóticos es una caricatura de la realidad, caricatura activada por un anacronismo histórico". Aunque sí resulta cierto que "los sistemas tradicionales evolucionan al desorden que, si nunca fue tan importante como hoy nos parece, es justo reconocer que a finales del siglo XVIII se encontraban en una situación de gran confusión".

Es decir, quizás no hubiera caos, ni desorden total, ni situaciones demasiado complicadas, pero sí suficiente confusión para que se impusiera la conveniencia, si no la necesidad, de un cambio en los sistemas de medidas. En efecto, la idea de sustituir los antiguos sistemas de medidas por uno nuevo en el que se unificaran las unidades iba ganando terreno y se materializó en Francia con la aprobación del metro el 10 de diciembre de 1799, hace ahora doscientos años.

Poco después del inicio de la Revolución de 1789, la Asamblea Nacional dio los primeros pasos para la elaboración de un nuevo sistema de medidas. Posiblemente, sólo en el ambiente de la Francia de aquellos años era posible hacer una reforma que resultara tan profunda y, al mismo tiempo, tan universalmente eficaz. "El metro se convirtió en estandarte de la Revolución", tal como afirma José Antonio de Lorenzo.

El nuevo sistema de medidas nació con la idea de unificar las unidades. Era ésta una petición de las capas populares frente al poder de los señores feudales del Antiguo Régimen.

Pero el nuevo sistema poseía la importantísima característica de ser decimal: los múltiplos y submúltiplos de las unidades principales se formaban usando las potencias de diez, y así aparecieron el hectómetro, el decámetro, el decímetro, el centímetro...

Junto a un sistema de numeración decimal se usaba un sistema de medidas también decimal, lo que suponía una gran facilidad para los cálculos.

Sin embargo, el carácter decimal del nuevo sistema de medidas se convirtió en un lastre para su rápida implantación. Debe tenerse en cuenta que la mayor parte de la población desconocía el cálculo y estaba habituada a pensar en mitades y tercios. El autor cuenta que un diputado francés llegó a manifestar ante la Convención que el nuevo sistema de medidas "hará que todos quieran aprender aritmética".

El tiempo, magnitud que finalmente, tras el fracaso del nuevo calendario republicano, quedó fuera del nuevo sistema de medidas, conservó sus tradicionales unidades de años, meses, días, horas, minutos y segundos. Como atinadamente observa el autor, el problema profundo con el tiempo está en que el día se relaciona con la Tierra, el mes con la Luna y el año con el Sol.

Los impulsores del nuevo sistema de medidas consideraban que el metro, nueva unidad de longitud, debería definirse en relación con alguna cantidad presente en la naturaleza, lo que facilitaría su aceptación por parte de las demás naciones. La Academia de Ciencias optó por definirlo en relación con el meridiano, de manera que éste midiera diez millones de metros.

Esta decisión obligaría a conocer mejor la forma y las dimensiones de la Tierra.

Algunos años antes, hacia 1740, se había medido un arco de meridiano en Perú por parte de una expedición francesa en la que participan los españoles Jorge Juan y Antonio de Ulloa. Esta medida permitió introducir en 1793 un metro provisional.

Se consideraba necesario realizar nuevas mediciones geodésicas. De esta forma se inició la del arco de meridiano de Dunkerque a Barcelona, que más tarde se prolongaría hasta Mallorca. De tales medidas surge el metro definitivo.

Nuevas medidas del meridiano no han modificado ya la longitud del metro, sino que han conducido a nuevas definiciones. Así ha venido ocurriendo desde entonces. Hoy se usa la siguiente: el metro es la longitud del trayecto recorrido en el vacío por la luz durante un tiempo de 1/299 792 458 de segundo (Resolución de la XVII Conferencia General de Pesas y Medidas, 1983).

José Antonio de Lorenzo observa en su libro que mientras los franceses prestaban atención a la forma y medidas de la Tierra, los británicos estaban más preocupados en los problemas de la navegación.

La determinación de la latitud de un lugar de la superficie de la Tierra no ofrecía dificultad, pero medir la longitud se había convertido en un problema de primer orden, pues resultaba de la máxima importancia para la navegación y para la confección de una cuidadosa cartografía. En muchas ocasiones los barcos no sabían donde estaban, cometiéndose errores que costaban la vida a las tripulaciones y el dinero a los armadores.

La solución teórica era bien sencilla: la diferencia horaria en relación al meridiano origen (primero el de El Hierro, más tarde el de Greenwich) señalaba la longitud del lugar, siendo quince grados de arco lo correspondiente a una hora. Lo difícil era precisamente determinar esa diferencia horaria. La solución más simple era salir a navegar con un reloj que marcara la hora del meridiano origen y determinar el mediodía a bordo del barco, lo que inmediatamente proporcionaba la diferencia horaria mediante la lectura del reloj. Sin embargo, no había reloj que funcionara bien, que fuera capaz de continuar siendo puntual pese a los cambios de temperatura y de presión y estando sometido a los vaivenes del oleaje. Así fue hasta que John Harrison construyó sus relojes. La historia de la búsqueda de métodos para determinar la longitud de un lugar ha sido contada en el libro de Lloyd A. Brown (The Story of Maps. Lit¬tle, Brown and Company, 1949; Dover, 1979), reproducida más tarde en la célebre recopilación de James R. Newman (Sigma. El mundo de las matemáticas. Volumen 2, Grijalbo, 1969) y recientemente narrada de nuevo por Dava Sobel (Longitud, Debate, 1998).

En España no se daban saltos de la importancia de los que daban los franceses, ni se estaba ocupado en problemas tan trascendentales como aquellos en los que trabajaban los ingleses. En España la historia iba más despacio.

Ya hemos señalado que Jorge Juan y Antonio de Ulloa participaron en la expedición a Perú para medir el meridiano. Por otro lado, la medición del meridiano Dunkerque-Barcelona contó con la colaboración del Gobierno español. Además, los españoles Gabriel Císcar y Agustín Pedrayes formaron parte de la comisión que fijó la longitud del metro definitivo. Pues bien, pese a tanta insistente presencia española en esta historia del metro, tuvo que pasar medio siglo para que el nuevo sistema llegara a nuestro país.

Un año más tarde del comienzo oficial de la vida del metro se publica en España la Real Orden de 26 de enero de 1801 con la intención de unificar las medidas en base a las que ya existían. No fue hasta la aprobación de la Ley de Pesas y Medidas de 19 de julio de 1849 que España se incorporó al sistema métrico decimal, ¡cincuenta años después de su nacimiento!

En los libros Medidas tradicionales y de oficios. Guía didáctica, ya citado, y el de Juan Gutiérrez Cuadrado y José Luis Peset (Metro y kilo: el sistema métrico decimal en España. Akal, 1997) se pueden encontrar algunos datos sobre la implantación del nuevo sistema en España, discutiéndose en el segundo de ellos las diferentes nomenclaturas que se propusieron para las nuevas unidades y sus múltiplos y divisores.

La Revolución del Metro presta poca atención a la introducción del sistema métrico en España, pero contiene una muy amplia información sobre las muchas caras del proceso de medir. El autor, José Antonio de Lorenzo, catedrático de física y química y antiguo profesor de historia de la ciencia, pone a disposición del lector sus amplios conocimientos sobre la física y la historia que están detrás del metro, sin descuidar los aspectos culturales y políticos.

El libro se sitúa en el ámbito de la divulgación científica asentada sobre la historia. Contiene muchas crónicas que se entrecruzan y material abundante, de forma que es una muy útil referencia para aquellos profesores que desean presentar la ciencia haciendo hincapié en su desarrollo y en su vinculación con las realidades sociales.

(Reseña aparecida en LA GACETA vol. 2, no. 2, 1999)
 Materias: Historia de la Medida, el Metro, Matemáticas y Medidas
 Autor de la reseña: Antonio Martinón (Universidad de La Laguna)

 
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