El increíble Papa del año 1000. Silvestre II, "el mago", revolucionó Occidente con la introducción del cero
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La Vanguardia, 5 de Diciembre de 1999
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- Hace mil años, en Roma no se discutía mucho sobre el advenimiento del segundo milenio, la gente no se entretenía en saber si el siglo comenzaba el uno de enero del año 1000 o el primer día del 1001. Ni siquiera hay constancia de que hubiese más miedo del habitual en un tiempo en que la muerte siempre estaba al acecho. La incertidumbre era de otro signo. No se sabía muy bien quién mandaba en la ciudad, sí el emperador sajón, empeñado en ser la reencarnación de Constantino y Carlomagno, o la nobleza local, encabezada por los condes de Tivoli y la familia de los Crescenzi, que había desempolvado el viejo estandarte de las legiones romanas: SPQR (Senatus et Populus Que Romanorum), "el Senado y el pueblo de Roma").

La partida parecía inclinarse a favor del emperador. Después de haber ordenado decapitar y ahorcar al jefe de los rebeldes, el "patricio" Giovanni Crescenzi, el joven Otón III se acababa de instalar en la colina del Aventino con el propósito de olvidarse del frío de la tierra de los teutones y la ambición de convertir Roma en la capital del nuevo imperio. Para ello contaba con la ayuda de un misterioso amigo, un monje francés al que los romanos llamaban "el mago". Un personaje de novela que merece figurar en cualquier antología del milenio que estamos a punto de despedir, no se sabe sí dentro de unas semanas o un año. "El mago" era el nuevo Papa de Roma. La gente lo llamaba así porque, además de latín y seguramente un rudimentario catalán, hablaba árabe y solía pasar muchas horas observando la Luna y las estrellas desde la basílica de San Juan Laterano, entonces sede pontificia. El amigo y protegido de Otón III se llamaba Gerbert d,Aurillac, tenía 54 años, y antes de convertirse en el preceptor del emperador germánico, había estudiado matématicas y árabe en Vic y Barcelona, bajo la protección del conde Borrell II. Tenía grandes conocimientos de astronomía y la leyenda alimentada por el cronista inglés Guillaume de Malmersbury dice que en Cataluña se familiarizó con la magia oriental.

Era un sabio. Un humanista, antes que apuntase el alba del Renacimiento. Pero Roma en aquel tiempo era un nido de víboras. Las conspiraciones de palacio eran menos barrocas y sutiles que las de ahora y solían resolverse a puñaladas. Una época calificada de nefasta por todos los libros de historia de la Iglesia. Los asesinatos en serie comenzaron con Juan VIII (872-882), envenenado y rematado a martillazos por un pariente de la facción adversaria. Esteban VI (896-897) murió estrangulado en la cárcel después de haber presidido en la basílica de San Juan Laterano un juicio a su inmediato antecesor, el Papa Formoso, cuyo cadáver fue desenterrado para que asistiese de cuerpo presente al proceso. Declarado culpable de usurpación, a la momia le amputaron los tres dedos con que se efectúa la bendición en el rito latino, la despojaron de los harapos de la vestimenta pontificia y la arrojaron al Tíber. Nunca más un Papa se ha atrevido a ponerse el nombre de Formoso. Juan XII (955-964) tuvo un final un poco más alegre. Se fue de este mundo mientras fornicaba con una bella romana llamada Stefanetta, aunque algunas versiones sostienen que acabó defenestrado por el marido cornudo.

Más sangre: Benedicto VI (973-974), elegido Papa por la facción del emperador, fue encarcelado y después estrangulado por un sicario de la nobleza romana, un tal Francone que tomó el nombre de Benedicto VII, jamás reconocido por la Iglesia. El primer milenio, como se ve, tuvo un final movido. A esa época pertenece la historia de la "papisa" Juana, una mujer que después de hacerse pasar por sacerdote, habría conseguido la cátedra de San Pedro. Pero la castidad tampoco era su fuerte y quedó encinta. Murió linchada por la multitud el día que los dolores del parto la sorprendieron bajo palio. Cuenta la tradición que después de este episodio, todo nuevo Papa debía sentarse en una silla con un agujero, a través del cual la mano de un sacerdote comprobaba que el elegido poseía los atributos masculinos.

Leyendas romanas. Asesinatos, laxitud moral, guerra entre los partidarios del emperador y de la nobleza, este fue el ambiente que Gerbert d,Aurillac encontró en Roma cuando Otón III le hizo elegir Papa. Los dos acariciaban el mismo objetivo: refundar el imperio romano. Así como su protector quería ser un Constantino, Gerbert tomó el nombre de Silvestre II por San Silvestre I (314-335), el Papa al servicio del primer emperador romano que abrazó el cristianismo. La fortuna no les acompaño. Llegaron sanos y salvos al nuevo milenio, pero el 1001 tuvieron que abandonar precipitadamente Roma al estallar una rebelión. Vagaron por el centro de Italia, con el objetivo de regresar a la capital, hasta que Otón contrajo unas fiebres tan fuertes, quizá la malaria, que el 23 de enero de 1002 dejaron a Silvestre II sin protector. Abandonado por los alemanes, negoció con los nobles romanos un regreso como simple jefe espiritual de la Iglesia. Murió poco después, el 12 de mayo del 1003.Aunque de su pontificado destaca la evangelización de Hungría y Polonia, Silvestre II ha pasado a la historia por sus conocimientos matemáticos y sobre todo por haber introducido el cero -el "zeffer" de los árabes, de ahí la palabra cifra- en la numeración occidental, hasta aquel momento regida por el sistema romano. Una innovación fundamental para la evolución de la cultura y de la tecnología occidental. "La adopción de la numeración indo-árabe por parte de Gerbert d,Aurillac ha sido la mayor revolución del milenio", respondió el cosmólogo británico John Barrow cuando hace unos meses le preguntaron cuál había sido el hombre más decisivo de los últimos mil años. "Sin él -explicaba Barrow con entusiasmo- hoy no tendríamos ordenadores, los astrónomos y economistas no sabríamos a qué Papa encomendarnos y la Iglesia tendría dificultades para calcular el porcentaje que le toca de la renta."

Contribución decisiva
Antes de Silvestre II, Occidente seguía utilizando la numeración romana y el utensilio habitual para echar cuentas era el ábaco. En el viejo sistema, la unidad siempre tenía el mismo valor, independientemente de su colocación. III era igual a tres, mientras que en el sistema indo-árabe, 111 significaba ciento once. Pero la revolución matemática de Silvestre II tardó en imponerse. Casi tres siglos después de su muerte, en 1299, Florencia todavía dictó una ley que prohíbia el uso del nuevo sistema. Los mercaderes temían el fraude, porque siempre se podía añadir una cifra al inicio o al final, mientras que los números romanos se escribían de tal forma (II era IJ) que no podía haber engaño. Aún no se habían inventado los talones barrados. "Fue una batalla épica -sostiene Barrows- como la de hoy entre Explorer y Netscape". Con la llegada del siglo XIV y las primeras luces del Renacimiento acabó imponiéndose el sistema de Gerbert d,Aurillac, el Papa "mago" que estudió en Vic.

El pacto con el diablo
Gerbert d,Aurillac era un hombre tan fuera de su tiempo que la leyenda no sólo le acompañó hasta su muerte, sino que le ha sobrevivido durante diez largos siglos. De todas las fuentes consultadas, la más fantasiosa es la "Historia de los Papas" del italiano Claudio Rendina, indispensable para conocer la historia de la sede apostólica desde la perspectiva, ironica y tantas veces resignada, de quienes fueron sus súbditos, los escépticos romanos. Sostiene Rendina que en Vic y Barcelona, donde conoció a Sunifred Llobet, archidiácono de la catedral y traductor del árabe, el monje Gerbert habría contactado con sabios musulmanes, que, a cambio de la iniciación en sus conocimientos místicos y mágicos, le habrían exigido la apostasía. El relato sugiere que Silvestre II tenía por óraculo un "golem", un demonio encerrado en una cabeza de oro, que le daba las claves del futuro. Un día le preguntó cuándo moriría y el diablo le respondió que "antes de cantar misa en Jerusalén", lo que le dejó muy aliviado ya que no pensaba ir a Tierra Santa. Pero solía decir misa en la iglesia romana de la Santa Cruz de Jerusalén y allí pronto descubrió que el oráculo no se había equivocado.

Mucho más fiable, la documentación de la biblioteca de la Universidad Gregoriana recoge la leyenda del pacto con el diablo y añade que el Papa Silvestre, protector de los monasterios de Sant Cugat del Vallès y Sant Benet del Bages, confesó su culpa antes de morir. Mientras agonizaba pidió que su cuerpo fuese mutilado y depositado en un carro tirado por bueyes. Allí donde el carro se detuviese, debía ser enterrado. Los bueyes no se pararon hasta la basílica de San Juan Laterano. La leyenda también añade que su tumba, situada en una hornacina del segundo soportal inferior derecho de la basílica, "suda" cuando un Papa está a punto de morir. En el momento de redactar estas líneas, estaba seca.

 
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