38. Planetas de Ciencia Ficción (2)
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Escrito por Miquel Barceló   
Jueves 01 de Febrero de 2007

Siguiendo con la visión que la ciencia ficción ha mostrado de los planetas, bueno será detenernos con mayor detalles en los dos más cercanos a la Tierra: Marte y Venus.

Marte

Tim Burton lo vio claro y así nos lo mostró en su reciente Mars Attacks!: la imagen tópica del extraterrestre ha sido siempre la de esos supuestos "marcianos" que, desde los mal interpretados "canali" de que hablara Schiaparelli en 1877, han poblado la imaginación de muchos: los "marcianos" son bajitos, verdes, cabezudos y, todo hay que decirlo, según Burton resultan más bien perversos y malvados.

Hoy sabemos que Marte es muy distinto de lo imaginado por Per­ci­val Lowell en su libro Marte (1896). Para Lovell, Marte era un mundo frío, árido y lleno de rojos desiertos, pero con unas escasas áreas de tierra cultivable perfectamente capaces de sustentar la vida. Por eso Herbert G. Wells, en La guerra de los mundos (1898), hacía llegar de Marte una amenaza que, años más tarde, Orson Welles convertiría en pánico generalizado en toda Norteamérica cuando, en 1938, realizó la famosísima versión radiofónica de esa novela.

Setenta años después de Lowell, los datos del Mariner VI (llegada a las cercanías de Marte en julio de 1965) nos aportaron la evidencia de lo que muchos ya sospechaban: un planeta extremadamente frío, casi sin atmósfera y sin vida. No hay marcianos. Después hemos ido aprendiendo más y más datos sobre el vecino planeta. Ahora empezamos a pensar que puede incluso haber agua en él...

Pero, mientras tanto, la ciencia ficción ha usado y abusado de Marte como posiblemente no haya hecho con ningún otro lugar del universo. Ese Marte imaginado contempló las extravagantes aventuras de John Carter, escritas por Edgar Rice Burroughs (el creador de Tarzán) a la busca de otros ambientes exóticos para las aventuras de sus protagonistas cuando África empezaba a parecer agotada en este sentido. La serie se inicia con Una princesa de Marte (1912), una heroína tal vez guapa pero, por cierto, de piel rojiza y reproducción ovípara...

Marte fue también el planeta donde Stanley Weinbaum imaginó uno de los seres más curiosos de la ciencia ficción de todos los tiempos: Tweel, el pseudo-avestruz de Una odisea marciana (1934). Y fue también el referente poético de ese Marte imposible pero entrañable de las Crónicas marcianas (1950) de Ray Bradbury que tanto gustaron a Jorge Luis Borges. Y ello sin olvidar las irónicas y divertidas peripecias de esos marcianos incordiantes y chismosos de Marciano, vete a casa (1955) de Fredric Brown, o ese iluminado mesías marciano que lo revolucionaba prácticamente todo en Forastero en tierra extraña (1961) de Robert A. Heinlein.

Imaginación desbordada que se refería a Marte sin atender a su posible realidad, aunque hubiera curiosas excepciones como Las arenas de Marte (1951) de Arthur C. Clarke que, desgraciadamente, no marcaron la pauta.

Pero los Mariner y el Viking lo cambiaron todo. En los años setenta, la ciencia ficción comprendió que, a falta de marcianos, si ha de haber vida en Marte habrá que modificar o bien al ser humano o, mucho más agresivamente, alterar toda la ecología planetaria marciana para que pueda albergar con comodidad la vida nacida en la Tierra.

En el primer caso, Frederik Pohl, en Homo Plus (1976), postula el uso de la cirugía y nuevos órganos artificiales para completar aquello que nos ha proporcionado la evolución. Para explorar y vivir en Marte, el Homo Sapiens deberá convertirse en un nuevo ser (ese Homo plus del título), un cosmonauta cyborg, mitad humano y mitad robot con mayores pulmones para respirar una atmósfera enrarecida, ojos multifacetados adaptados para ver en la gama de los infrarrojos, una piel casi acorazada, alas añadidas para incorporar baterías solares que alimenten su mitad cibernética, y un largo etcétera de modificaciones. Ése sería el precio de querer habitar el planeta rojo.

Más recientemente, la imprescindible adaptación del ser humano para poder vivir en Marte se resuelve con la ayuda de la nanotecnología en obras de gran brillantez temática y estilística como Marte se mueve (1993) de Greg Bear, que contiene diversas sorpresas en referencia no sólo a esa capacidad de adaptación humana, sino incluso alguna opción directamente relacionada con el título de la novela.

La otra posibilidad es la "terraformación planetaria", uno de los más descomunales proyectos de ingeniería biológica que el ser humano ha imaginado: modificar la entera ecología de un planeta para que, en el menor tiempo posible, desarrolle unas condiciones adecuadas para que los seres humanos podamos vivir en él. Fue Carl Sagan quien abordó el tema de la terraformación en su interesante libro de divulgación científica La conexión cósmica (1973). Y una reciente trilogía de Kim Stanley Robinson: Marte Rojo (1991), Marte Verde (1992) y Marte Azul (1996), es, hasta la fecha, la mejor muestra de esa necesaria y escalonada transformación del planeta rojo hasta convertirse en otro maravilloso planeta azul, hijo esta vez de la tecnología del Homo Faber terrestre.

Venus

El caso de los presuntos "canales" de Marte que nunca existieron, es un ejemplo claro de un error que, por diversas razones, se difunde y pervive durante muchos años. Pero, al menos, en el caso de Marte, existen las viejas observaciones de Schiaparelli y esa referencia a unos posibles "canali" de los que él mismo hablara en 1877. No es demasiado extraño que, buscando precisamente esos canales, Percival Lowell imaginara haberlos encontrado y la imagen de un Marte surcado por canales y posiblemente habitado haya pervivido muchos años.

Mucho peor ha sido lo que ha pasado con Venus. A los ojos de los primeros astrónomos que lo estudiaron, el planeta que los clásicos asociaron al amor ofrece una imagen brillante y sin relieves. A finales del siglo XIX y principios del XX, Venus era un misterio para los observadores. Muy pronto se concluyó que estaba cubierto de una capa permanente de nubes. Si se veían nubes, tenía que haber agua y, seguramente por eso, el Venus de la imaginación popular se convirtió en un planeta oceánico dominado por las aguas y, como complemento, la posibilidad de inmensas junglas de lujuriosa vegetación.

La sonda Mariner II, lanzada el 27 de agosto de 1962, llegó a unos 30.000 kilómetros de Venus el 14 de diciembre del mismo año. Nos enseñó que no había líquido alguno en la superficie de Venus, y que las nubes observadas, formadas en su mayoría por dióxido de carbono, creaban un enorme efecto invernadero que mantenía en la superficie temperaturas de varios centenares de grados centígrados. Posteriormente, en 1964, con estudios realizados con ondas de radar se averiguó que Venus completaba una rotación cada 243 días (en realidad, 18 días más que la duración de su año) y, lo más curioso, esa rotación era en dirección contraria a la del resto de los planetas.

Con toda seguridad, al menos para los intereses de la imaginación, tal vez era preferible el poético planeta oceánico con mucha vegetación. Resultaba fácil imaginar en él la continuación de las aventuras de descubrimiento que en la Tierra ofrecieron durante el siglo pasado las por entonces ignotas tierras de África.

Así lo hizo, por ejemplo, C.S. Lewis en Perelandra (1943) donde un Venus oceánico, con grandes islas de vegetación flotante, era el ambiente ideal para rediseñar y actualizar el mito de Adán y Eva. La idea de las islas flotantes de Venus parece proceder de otro autor británico: Olaf Stapledon, quien en su obra Últimos y primeros hombres (1930) ya habla de islas flotantes en Venus. Y lo hace como consecuencia de lo sugerido en "El último juicio", un artículo de 1927 del biólogo J.B.S. Haldane (también británico) quien sugería que Venus podría ser un hogar adecuado para la humanidad cuando la Tierra dejara de ser habitable.

Con el devenir de la imaginación volcada al espacio que representa la primera época de la ciencia ficción, Venus fue escenario de todo tipo de aventuras como las de Los mercaderes del espacio (1953) de Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth con un Venus inevitablemente húmedo y con minas en las que el protagonista debe reconstruir su futuro personal amenazado en una civilización ultra-capitalista excesivamente dependiente de la publicidad y el consumo.

Como ya comenté el mes pasado, incluso Isaac Asimov recurrió al Venus oceánico como escenario de una de las aventuras de Lucky Starr, el Ranger del Espacio que protagonizó una serie de novelas para adolescentes publicadas en los años cincuenta. Desde 1970, Asimov obliga a que se publique una breve introducción de dos páginas aclarando el carácter irreal del Venus que nos presenta, por ejemplo en Los océanos de Venus (1954), al igual que había exigido cuando se reeditó la novela de esa misma serie ambientada en Marte: Lucky Starr: El ranger del espacio (1952).

Conocida ya la realidad, otros autores de ciencia ficción han abordado la dura tarea de imaginar un Venus habitable por los humanos y, por consiguiente, la difícil terraformación de un planeta hoy muy alejado de poder permitir la vida humana en su superficie. El más interesante de esos esfuerzos puede ser el que realizó Pamela Sargent con Venus of Dreams (1986) y Venus of Shadows (1988), y cuyo éxito en Estados Unidos hizo que, años después, apareciera el volumen que cierra la trilogía: Child of Venus (2001). Como puede verse, Sargent "terraformó" Venus bastantes años antes de la terraformación de Marte de la famosa trilogía sobre Marte de Kim Stanley Robinson.

Pero muchos, terrible paradoja, siguen prefiriendo ese Venus oceánico y aventurero que conocieron en su infancia, cuando el Mariner II todavía no había destruido los viejos sueños de aventura con la ayuda de la más cruda realidad...
 
Para leer:

Ficción
- Crónicas marcianas (1950), Ray Bradbury, Barcelona, Minotauro, 2002.
- Marciano, ¡vete a casa! (1955), Fredric Brown, Madrid, Bibliópolis, 2003.
- Forastero en tierra extraña (1961), Robert A. Heinlein, Barcelona, Destino, 1991.
- Homo Plus (1976), Frederik Pohl, Barcelona, Ediciones B (VIB), 2000.
- Marte se mueve (1993), Vernor Vinge, Barcelona, Ediciones B (NOVA, 79), 1995.
- Marte Rojo / Marte Verde / Marte azul (1991, 1992, 1996), Kim Stanley Robinson, Barcelona, Minotauro, 1998.
- Venus of Dreams / Venus of Shadows / Child of Venus (1986, 1988, 2001), Pamela Sargent, New York, Bantam Books.

 
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