42. Tecnología tecno-telepática
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Escrito por Miquel Barceló   
Viernes 01 de Junio de 2007

Hace un par de meses les hablaba (Matemáticas y telepatía) sobre la telepatía en la ciencia ficción a partir de algún que otro ejemplo especialmente brillante. Pero hay muchas más posibilidades de fenómenos más o menos mentales que, según la ciencia ficción, pueden incluso ser estimulados tecnológicamente.

Y no sólo en la ciencia ficción.

A mediados de mayo de 1999 se pudo conocer en la prensa la existencia de un enfermo que podía "hablar" por medio de un implante situado en su cerebro. El nuevo "telépata" era John, un jornalero de cincuenta y dos años que había quedado tetrapléjico a causa de una hemorragia cerebral en enero de 1998. John parece haber aprendido (aunque sólo muy precariamente) a utilizar su pensamiento para controlar el cursor de un sistema informático y "hablar". Una mezcla de telepatía y telequinesia...

El doctor Philip Kennedy fue el creador de la tecnología que permite a ese John encerrado en la prisión de su propio cuerpo algo muy cercano a la telepatía: actuar sobre las cosas por medio del pensamiento. El electrodo neurotrópico implantado en el córtex de John era un cono de cristal vacío de 1.5 milímetros de altura y diámetros de 0.1 a 0.4 milímetros. En ese cono se alojaban dos filamentos de oro que podían registrar una corriente eléctrica de baja impedancia. El término "neurotrópico" se refiere a las sustancias orgánicas contenidas en el electrodo que, una vez insertado, ayudan a los tejidos a reconstituirse. El proceso viene a durar los tres meses posteriores a la implantación, cuando el tejido nervioso adyacente se vincula al electrodo por medio de dendritas que han de permitir que el implante "sienta" las descargas de las neuronas vecinas.

Tal y como se contó en un congreso de neurocirujanos en Seattle, el implante fue realizado por el doctor Roy Bakay precisamente en la zona del córtex que se activaba cuando el enfermo John quería mover su mano derecha. El sistema se activa cuando las dendritas neuronales influyen sobre el electrodo neurotrópico al imaginar John ciertos movimientos. Las señales recogidas por el electrodo se amplifican y transmiten a un ordenador que las traduce en movimientos del cursor en una pantalla donde se alinean las letras del abecedario.

Un sistema precario pero sorprendente que enlaza con algunas de las ideas más típicas de la moderna ciencia ficción. Si bien hay algo que sugiere la telepatía o la telequinesia (ese actuar sobre las cosas físicas por medio del pensamiento), la situación de John se parece mucho más a la idea de los implantes cibernéticos.

No es una idea original. Ya en 1977, en el College of Medicine de la Universidad de Utah, se implantaron una serie de electrodos permanentes en el cerebro de un paciente ciego y éste, convenientemente estimulado, llegó a identificar las líneas barridas por una cámara de televisión. Una aplicación pasiva, de fuera hacia adentro, que contrasta con la sorprendente actividad, de dentro hacia afuera, de que hace gala John con su flamante electrodo neurotrópico.

Veinticinco años después, en febrero de 2002, se implantaba ya la primera "retina artificial" una especie de prótesis microelectrónica que existe para sustituir las células dañadas por enfermedades como la retinosis pigmentaria o la degeneración macular (dolencias que causan ceguera o graves deficiencias visuales y afectan a más de 25 millones de personas en todo el mundo). El implante usado por primera vez hace cinco años y que ya se ha usado algunas veces más, mide apenas unos milímetros y se inserta quirúrgicamente en el fondo de la retina. Está formado por 16 electrodos y funciona cuando éstos reciben la información visual que capta una diminuta cámara instalada en unas gafas especiales. La señal se transmite, sin cables, a los electrodos a través de un receptor que se implanta detrás de la oreja durante la misma operación quirúrgica. Cuando el dispositivo recibe la información, estimula a las células sanas residuales que puedan quedar en la retina para que la envíen al cerebro a través del nervio óptico.

En la ficción, fue posiblemente Norman Spinrad quien, en Jinetes de la antorcha (1974), ya había imaginado la posibilidad de un sistema de comunicación basado en una tecnología activada sólo con el pensamiento, que permitiera la comunicación directa entre cerebros humanos. Spinrad le llamó senso, un nombre mucho menos atractivo que el ciberespacio que acuñó William Gibson precisamente en ese Neuromante (1984) con que se iniciaba la corriente ciberpunk tan de boga en los últimos años. Muy pronto la ciencia ficción imaginó todo tipo de implantes cerebrales, incluso implantes-chip que pueden alterar la personalidad de aquellos que los llevan como imaginara George Alec Effinger en la serie iniciada en Cuando falla la gravedad (1987), donde aparece nada menos que un "implante James Bond" de quita-y-pon, con sus más que previsibles efectos.

Se trata en definitiva de la versión más moderna de lo que constituye un organismo cibernético o ciborg, esa unión de biología y tecnología para obtener unas funcionalidades incluso superiores a las que pueden lograr la biología o la tecnología por si solas.

Curiosamente, la ciencia ficción de los años treinta ya imaginaba la necesidad de conectar un cerebro humano a un sistema tecnológico, precisamente cuando éste debía ocuparse de labores de gran complejidad como, por ejemplo, ordenar el tráfico de una gran ciudad del futuro. Muestra incuestionable de la escasa confianza que entonces se tenía en lo que más tarde recibiría el nombre de inteligencia artificial.

Esos cerebros conectados a dispositivos tecnológicos de los años treinta, muy pronto pasaron a dirigir otros sistemas tecnológicos complejos como, por ejemplo, una nave espacial. Posiblemente la pionera fue Anne McCaffrey con The Ship Who Sang (1961 - La nave que cantaba, un relato que inició una serie sobre una nave espacial gobernada por Helva, una niña cuyo cuerpo defectuoso encierra una mente viable. Rehusando la alternativa de la eutanasia, los padres de Helva deciden aceptar que la mente de la niña sea formada y programada para acabar siendo la entidad que controla y dirige un nuevo cuerpo de titanio, el de una nave exploradora interestelar y, así, Helva se convierte en un ser ciborg prácticamente inmortal.

Una perspectiva fantástica que, en cualquier caso, depende en último término de la experiencia obtenida con implantes como el electrodo neurotrópico que permite "hablar" a John o ver a los que llevan insertada una "retina artificial". Cosas veredes amigo Sancho...

Para leer:

Ficción
- Jinetes de la antorcha (1974), Norman Spinrad, Barcelona, Ediciones B (Libro Amigo, núm. 20), 1987.
- Neuromante (1984), William Gibson, Barcelona, Minotauro, 1989.
- Cuando falla la gravedad (1987), George Alec Effinger, Barcelona, Martínez Roca (Gran Super Ficción), 1989.
- La nave que cantaba (The Ship Who Sang, 1961), Anne McCaffrey, Barcelona, Revista Nueva Dimensión, núm. 71, 1975.

 
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