49. (Noviembre 2010) Matemática para compadritos
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Escrito por Pablo Amster   
Lunes 01 de Noviembre de 2010

MATEMÁTICA PARA COMPADRITOS[1]

“Los pitagóricos decían: todo es número. Hoy, podríamos al mismo tiempo precisar y ampliar este pensamiento y decir: todo es grupo.” Andréas Speiser, El concepto de grupo y las artes.

“Hoy no creo ni en mí mismo/ todo es grupo, todo es falso/ y aquel, el que está más alto/ es igual a los demás...”. F. Gorrindo, “Las cuarenta”.

La esencia del tango es su libertad

En estas páginas presentaremos algunas conexiones entre la matemática y una de las manifestaciones más entrañables de la cultura porteña: el tango.[2]

A simple vista, la relación puede parecer chocante: por un lado, el tango, definido por Discépolo como “un pensamiento triste que se baila”; por otro, la matemática, que tendrá mucho de pensamiento y acaso bastante también de triste... pero francamente no da mucha cabida para imaginar a un guapo floreándose con su papusa al compás del teorema de Pitágoras.[3]

Pero el tango no es solo un baile, sino toda una filosofía. Y la matemática no es solo un mundo de frías fórmulas y ecuaciones, sino que está llena de pasión, belleza y también desencanto o frustración. Así mirada, podemos decir que la matemática habla del mismo universo que describen las letras de los mejores tangos.

Uno de los más extraordinarios matemáticos de todos los tiempos, el alemán Georg Cantor, dijo una vez: “La esencia de la matemática es su libertad”. Esto es algo que sabe cualquier matemático. Y, como sabe también cualquier milonguero, la frase se aplica de igual manera al tango.

Pasional

En los párrafos precedentes nos hemos referido a un aspecto de la matemática que no resulta muy familiar a todo el mundo: ¿cómo es eso de hablar a la vez de matemática y pasiones? Sin embargo, para quien se dedica a ella y es capaz tanto de gozarla como de sufrir en carne propia sus dificultades y crueles desengaños, la conexión no resultará extraña. Para un matemático, la manera de encarar su labor cotidiana es verdaderamente pasional; toda su existencia se encuentra atravesada por la matemática, hasta tal punto que casi podría decir: “Estás clavada en mí/ te siento en el latir/ abrasador de mis sienes”.

Pero todos éstos son aspectos generales que se aplican a cualquier disciplina que se lleve a cabo con pasión. Sin embargo, veremos que en algún sentido la matemática puede resultar especialmente tanguera, lo que justifica quizá que el poeta francés Paul Valéry se declarase “un amante desdichado de la más bella de las ciencias”.

Sin ánimos de encarar un estudio detallado y profundo sobre el tema, en estas páginas nos dedicaremos a señalar ciertas articulaciones más bien pequeñas, sutiles, que no reflejan cuestiones formales o estructurales sino asociaciones semánticas a veces casuales. Se trata apenas de alguna idea simple, o una tenue versión de la paradoja expresada como al azar en un estribillo: “Vete, ¿no comprendes que te estoy amando?”.[4]

Si hasta Dios está lejano

El título de esta sección refiere al tango “Desencuentro”, con letra de Cátulo Castillo, que ya desde su primer verso guarda una íntima relación con la matemática. En efecto, allí se ve reflejada de una manera sorprendentemente precisa aquella sensación que tenemos al encontrarnos por primera vez ante un problema: “Estás desorientao y no sabés/ qué trole hay que tomar/ para seguir…”.

Pero ahora hablaremos de otra cosa; vamos a contar la historia de un auténtico desencuentro, que tuvo lugar en una reunión matemática desarrollada en Königsberg (Kaliningrado) en setiembre de 1930. La ciudad no podía ser más ilustre: no solo fue la cuna de importantes personalidades, como el matemático Christian Goldbach, el filósofo Immanuel Kant o el escritor Ernst T. A. Hoffmann, sino también de una teoría matemática: la teoría de grafos.[5]

En esa ocasión, se encontraron allí matemáticos de gran renombre para concederle un título honorífico a otro de sus hijos insignes, considerado por muchos como el mayor matemático del siglo XX: David Hilbert. Y en ese marco se produjo aquella famosa conferencia en la que el homenajeado gran profesor pronunció una de sus más célebres frases, casi un emblema de la corriente denominada “formalista”: “Debemos saber, sabremos”.

Sin entrar en detalles, podemos decir que Hilbert intentaba expresar con esto una idea de completitud de la matemática, en el sentido de que todos los enunciados formulables en el lenguaje pueden demostrarse o refutarse. Sin embargo, existe un teorema famoso establecido por el austríaco Kurt Gödel, que justamente se llama “de incompletitud”. A grandes rasgos, muestra que la pretensión de Hilbert era irrealizable; algo así como si le hubiera retrucado, en plena cara: “No sabrás, nunca sabrás”. Lo curioso de la historia (de ahí el desencuentro) es que el retruco vino en realidad antes que el truco: Gödel anunció su teorema –que es burlón y compadrito– en la misma reunión, nada menos que el día previo a la conferencia de Hilbert. Pero Hilbert no estaba allí; no fue a escuchar a la charla de Gödel porque estaba ocupado preparando la suya… La moraleja es clara: no hay que preparar las conferencias.

Vale la pena mencionar también que exactamente en el mismo año, en otra esquina rea del vasto mundo, un autor flaco y desgarbado delineaba otro enunciado destinado a ser célebre, frase inicial del estribillo de “Yira, yira”: “Verás que todo es mentira”.

Muchos cantores de arrabal han entonado con mayor o menor suceso este tango, sin saber que la frase remite nada menos que a una de las más famosas paradojas de todos los tiempos, la paradoja de Epiménides. Si es verdad que todo es mentira, también lo es esta frase y entonces la frase es verdadera y falsa a la vez. Y justamente, aunque parezca mentira, este sencillo argumento es el ingrediente principal del teorema de Gödel. ¡Ni que los tipos se hubieran puesto de acuerdo...![6]

La suerte que es grela

“No olvidés, hermano, vos sabés/ no hay que jugar…”

Durante una de esas noches tangueras de París, un extraño personaje irrumpió en la habitación de un notable matemático. Corría el año 1654 cuando Antoine Gombaud, caballero de Méré, jugador y fullero viejo, se preguntó cómo deben repartirse las apuestas de un juego cuando éste es interrumpido por algún motivo. Cabe imaginar aquí una escena, bastante usual, en la que varios tahúres se levantan de la mesa a toda prisa en el momento en que alguno pega el grito: “¡Araca, la cana!”. El hecho es que si uno de los jugadores lleva ventaja sobre los otros, el problema no es trivial; entonces el caballero intentó ver quién podría socorrerlo, alguien que tuviera el tema algo más manyado. Fue allí que “alguien dejó caer el nombre”. Según algunas versiones, en ese momento se pronunció aquella frase que siglos después reformularía el poeta porteño Homero Expósito: “Pascal… ¿te acuerdas de Pascal?”. Y así fue como finalmente el caballero reunió coraje, golpeó a su puerta y comenzó a contarle su problema: “He llegado hasta tu casa/ yo no sé cómo he podido…”.

En el planteo original, dos jugadores apuestan 32 pesos cada uno en un juego que consiste en partidas consecutivas, en cada una de las cuales las chances de ganar son iguales para ambos. Al cabo de cada partida, el ganador suma 1 punto y gana el juego el primero en llegar a 4 puntos. Si el juego se interrumpe cuando un jugador tiene 2 puntos y el otro 1, ¿cómo deben repartirse las apuestas?

Cuenta la historia que Pascal discutió el problema en una serie de cartas con el gran matemático mencionado en la sección previa: Pierre de Fermat. Ambos llegaron a la misma solución, cada cual por su lado; veamos por ejemplo el razonamiento de Fermat.

Dado que al primer jugador le faltan 2 puntos y al segundo 3, a lo sumo en 4 partidas se acaba el juego. Ahora bien, los resultados posibles para una serie de 4 partidas son los siguientes (cada número indica el jugador que ha ganado):

(1,1,1,1), (1,1,1,2), (1,1,2,1), (1,1,2,2), (1,2,1,1), (1,2,1,2), (1,2,2,1), (1,2,2,2), (2,1,1,1), (2,1,1,2), (2,1,2,1), (2,1,2,2), (2,2,1,1), (2,2,1,2), (2,2,2,1), (2,2,2,2)

De estas 16 variantes, solamente 5 harían ganar al segundo jugador, que debe ganar 3 de las 4 partidas: (1,2,2,2), (2,1,2,2), (2,2,1,2), (2,2,2,1), (2,2,2,2). Por este motivo, el reparto de las apuestas entre los dos jugadores debe hacerse en proporción 11 a 5: de los 64 pesos, el primer jugador embolsa 44, mientras que el segundo se queda con 20.

Sin embargo, el caballero no quedó muy conforme con la respuesta y escribió un encendido artículo sobre la inutilidad de todas las ciencias.[7] Pero la teoría de las probabilidades ya había nacido: en líneas generales, tal es la historia de su surgimiento “oficial” como disciplina.[8] En un primer momento se la consideró más bien una rama de la física y, a decir verdad, recién en 1933 tuvo su debut formal como teoría matemática a partir de los trabajos del “rusito” Kolmogórov.

El tema de los azares resulta particularmente atractivo y sin duda muy tanguero, desde las discusiones sobre apuestas hasta los sutiles desarrollos del siglo XX (problemático y febril) que derivaron en algunas consecuencias filosóficas sorprendentes. Por ejemplo, que el mundo es esencialmente incognoscible: una vez más, a la voluntad ambiciosa del “sabremos” viene un taita y responde, socarrón: “Nunca sabrás”.

Mentira, mentira, yo quise decirle

Alguna vez se ha distinguido a la matemática de otras disciplinas “científicas”, en tanto no pretende explicar el mundo (cosa inútil, por otra parte, ya que “le falta un tornillo”), sino más bien construye sus propios mundos. En ese sentido es comparable con el arte, o con la poesía de Vicente Huidobro, aquel creacionista que decía que cada poema compone un mundo, que tiene sus propias reglas. Así, la Verdad, con mayúscula, no existe en matemática: el mismo enunciado puede ser verdadero o falso dependiendo del contexto en que se lo enuncia.

Desde este punto de vista, podemos admitir entonces que la matemática es, en el fondo, una forma muy bien organizada de decir mentiras. Esto se expresa de manera precisa en una definición bastante conocida que dice: “La lógica es el arte de equivocarse con confianza”.

La visión es un tanto exagerada, pero no deja de tener interés. Llevada al extremo, permite imaginar a un matemático escuchando, en culposo silencio, el siguiente reproche de su auditorio:

Yo sé que es mentira
todo lo que estás diciendo
que soy en tu vida
solo un remordimiento…

Quizá no parezca insensato reconocer entonces que “todo es mentira, mentira ese lamento”: puede ser que, en algún sentido, las construcciones y representaciones que hacemos del mundo sean una quimera y que el universo matemático no sea más que una invención. Aun así, seguimos produciendo matemática día a día, teorema a teorema, de la misma manera en que al bandoneón, a él sí, podemos “confesarle la verdad”: “Copa a copa, pena a pena, tango a tango…”.

Es justamente el mismo tango de antes, “Cobardía”, el que nos da la clave para entender por qué lo hacemos, con ese final que resignifica todo. Es que como matemático, puedo decir: de acuerdo, acaso sea mentira todo lo que estoy diciendo. Pero hace tiempo ya descubrí también que

…sin esa mentira no puedo vivir.

 

Notas:

[1] Texto adaptado del epílogo del libro ¡Matemática, Maestro! Un concierto para números y orquesta. Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 2010.

[2] La palabra “porteña” remite a la la ciudad de Buenos Aires, que vio nacer al tango allá por el siglo XIX, de la que Borges dijo: “No nos une el amor sino el espanto”. En todo caso, la referencia no parece desacertada, pues a grandes rasgos lo mismo le ocurre a casi todo el mundo con la matemática… Sin embargo, pocos tienen en cuenta la continuación de la cita borgeana, que vuelve a poner las cosas en su sitio: “Será por eso que la quiero tanto”.

[3] Sobre la “tristeza matemática”, se brindan algunos ejemplos en el libro La matemática como una de las bellas artes, especialmente en la sección que se refiere al romanticismo. De modo que la matemática, al menos la “romántica”, puede quizá ser definida como un pensamiento triste que en general no se baila.

[4] Ya que hablamos de paradojas, no es inoportuno mencionar que el mandato “vete” que aparece en este tango titulado “Fuimos” tiene un rol preponderante en otro texto, acaso no muy tanguero pero sí de tinte nostálgico: el Génesis. Cuando Dios le dice a Abraham (en ese entonces, todavía se llamaba Abram; la “h” vendría después) que abandone la casa de su padre para dirigirse a la tierra de Israel, lo hace de un modo sorprendente: “Lej Lejá” (“vete para ti”). Esto es bien distinto de lo que se propone en el tango mencionado (algo así como “vete, pero no te vayas”), y más aún de esa otra situación planteada en una celebrada letra de Homero Expósito que dice “Vete de mí”. En el ejemplo bíblico, Dios prescribe a Abraham un mandato que, de alguna forma, equivale a decir: “Te ordeno que seas libre”. En el fondo, se trata del mismo problema que resulta central en el libro Free Play (de Stephen Nachmanovitch) en torno a la improvisación: ¿cómo se hace para obedecer a un maestro que nos indica ser espontáneos? No se trata de un tema menor; al respecto, vale la pena recordar que Arnold Schoenberg decía que la composición es una improvisación lentificada. En poesía, existen diversos principios y técnicas ligadas a la idea de improvisación, por ejemplo en el surrealismo, uno de cuyos principales exponentes –el francés André Breton- propuso el concepto de borrador primero y definitivo. En algunas de esas manifestaciones participaron también matemáticos, como los que fundaron más tarde el célebre grupo OuLiPo.

[5] En efecto, suele mencionarse como punto de partida de dicha teoría el problema de los puentes de Königsberg, resuelto por otro célebre matemático suizo que vivía en San Petersburgo: Leonhard Euler.

[6] El teorema de Gödel ha tenido muchas y variadas implicancias, pero sin duda la más decisiva para la discusión sobre los fundamentos de la matemática es la referida aquí, que determinó lo que habitualmente se describe como el “fracaso” del programa de Hilbert. Uno podría imaginarse al alemán tomando unas copas después de la conferencia con el mismo Cátulo, mientras éste le dice, al oído: “Contame tu condena, decime tu fracaso…”. Sin embargo, poco tiene que ver esto con las ideas mencionadas en la sección previa, pues a nadie se le ocurriría pensar que fue un “fracasao” o peor aún, “un Hilbert, que alzó un tomate y lo creyó una flor”. Vale la pena destacar el punto de vista muy particular de Gregory Chaitin, que asegura que Hilbert falló en el aspecto técnicamente preciso de la formalización del razonamiento matemático, pero a la vez tuvo un éxito notable en lo que hace a la formalización de los algoritmos y los lenguajes de programación. Entre otros resultados de incompletitud dentro de la lógica, también vale la pena mencionar a los de un compatriota de Goyeneche, pero “polaco” de verdad: Alfred Tarski.

[7] Según algunas versiones apócrifas, cuando le preguntaron qué hacer con la correspondencia entre Fermat y Pascal, el caballero de Méré contestó, ofuscado: “¡Deja esas cartas!”.

[8] En realidad, como antecedente cabe mencionar a un curioso personaje del siglo XVI que también parece sacado de un tango, fullero empedernido y conocedor de todas las argucias y artimañas: el italiano Girolamo Cardano, quien se ocupó de los juegos de azar en su obra Liber de Ludo aleae, publicada póstumamente, ya en tiempos de Fermat y Pascal.

 
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