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La noche interminable de Galois
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El País, 4 de agosto de 2002.
Semanal, Única, pág. 96 - Opinión
MANERAS DE VIVIR
Rosa Montero La noche interminable de Galois

Leo en el pequeño gran libro de César Aira, Cumpleaños (en Mondadori: un texto fascinante), la historia de un matemático por lo visto famosísimo, pero del que, por mi burricie científica (hice lo que se llamaba el bachillerato de Letras, que era una manera muy eficaz de convertirte en una analfabeta de lo numérico), no tenía ni la menor noticia. Me refiero al francés Évariste Galois; y su peripecia vital es tan absolutamente extraordinaria que, de hecho, temí que se la hubiera inventado Aira y me fui a contrastar los datos en la Británica. Y resulta que todo es verdad.

Galois nació en 1811 y murió en 1832, a los 21 años, a consecuencia de las heridas recibidas en un duelo. La noche anterior se había retado con unos matones en una taberna y quedaron en el campo del honor al amanecer. Entonces Évariste corrió a su casa y pasó las últimas horas de su vida escribiéndolo todo, llenando página tras página con los febriles, luminosos hallazgos matemáticos que su mente atesoraba como si fueran delirios. Pues, a fin de cuentas, ¿qué diferencia el delirio del loco del hallazgo del genio, sino el simple hecho de que, en el segundo caso, los demás mortales llegamos a entenderlo? Tal vez las alucinaciones de los llamados dementes no sean más que ideas geniales que los demás no somos capaces de traducir.

Pero, volviendo a Galois, el caso es que, una vez acabadas sus anotaciones vertiginosas, acudió a su cita y le mataron. Bueno, en realidad ni siquiera acabaron con él de una manera limpia; le abandonaron malherido en el campo y ahí estuvo agonizando durante horas hasta que alguien topó con él y lo llevó al hospital. Tardó un día en morir y estaba lúcido. Vino un hermano a verle y él le dijo: "No llores. Necesito todo mi valor para morir a los veinte años". Es un perfecto hijo de su tiempo, el héroe romántico heroico y desgraciado. Le suspendieron varias veces en la universidad y los profesores desdeñaron sus trabajos matemáticos. Desde todos los puntos de vista, y dado el rechazo o el vacío que sus teorías suscitaban, todo ese hervor de ideas que le abrasaba el cerebro podía ser, en efecto, el desvarío de un lunático.

En realidad se trataba de un aporte algebraico fundamental que dio origen a la teoría de grupos, pero eso Galois no lo sabía. ¿O acaso sí? ¿Podía estar seguro de que los demás le comprenderían? Sea como fuere, dedicó su última noche a salvar sus pensamientos de la oscuridad y del silencio, en vez de dedicarse a dormir, a descansar, a prepararse para el duelo. Prefirió una muerte trascendental a una vida dudosa. Lo cual me lleva a pensar en los actos finales de la existencia. En qué es lo que uno escoge hacer justamente cuando ya no queda nada más por hacer. A veces, esos actos finales pueden ser de tal magnitud que alteran la vida entera del personaje, rescatándola o destruyéndola. Como la decisión de Galois de escribir sus ideas: le ha proporcionado una posteridad de, por ahora, 180 años, a él, que cuando estuvo en el mundo sólo se las apañó para mantenerse vivo durante 21.

Me conmueven especialmente aquellos actos finales que parecen completar una vida, que son el airoso remate de una manera de ser, como la apoteosis musical de una sinfonía. Ya he citado en alguna ocasión a aquel aristócrata francés que se encontraba leyendo un libro en prisión cuando vinieron a buscarle para llevarle a la guillotina; y que, sin perder la compostura, dobló la esquina de una hoja para señalar el punto de lectura. Y el desdichado Oscar Wilde, mientras agonizaba a los 46 años en Francia, solo, exiliado, repudiado por todos, abandonado por el ruin de su amante, atormentado por horribles dolores y sin un céntimo, aún era capaz de mantener su delicioso wildismo y bromear diciendo: "Me estoy muriendo por encima de mis posibilidades" (en realidad no era una broma: su agonía dejó un montón de deudas, pobres deudas de pensiones baratas, comida y medicinas).

Pero mi "gran final" favorito es el de Sócrates, que, mientras le preparaban la cicuta, estuvo aprendiendo a tocar una pieza de música en la flauta. Y cuando le preguntaron: "Pero maestro, ¿para qué te esfuerzas en dominar esa melodía?", contestó: "Para saberla en el momento de mi muerte". No creo que haya una actitud que revele mejor el voluntarioso descaro del ser humano, su pigmea grandeza frente a la nada. No creo que haya una mejor manera de morir. O de vivir. l

 

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