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70. Ciencia, divulgación científica y ciencia ficción
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Escrito por Miquel Barceló   
Martes 08 de Febrero de 2011

Tal vez como resumen de lo que se pretende en esta sección, este mes y el siguiente, abordaremos (y ya era hora...) un resumen genérico sobre el uso de la ciencia ficción para la divulgación científica y, también, sobre algunas relaciones entre ciencia y ciencia ficción ilustradas con ejemplos. Puede que se repitan algunas ideas ya comentadas en los últimos años pero, como suele decirse, no hay mal que por bien no venga...

Resulta ya evidente el gran papel que la ciencia y la tecnología, la "tecnociencia" en suma, desempeña en el mundo actual. Se dice que están hoy en activo más investigadores y científicos de los que nunca antes habían existido en toda la historia de la Tierra, y la cruda realidad es que los descubrimientos de la tecnociencia están transformando nuestro mundo de forma a un tiempo inexorable y, posiblemente, irreversible.

El shock del futuro

A principios de los años setenta tuvo cierto eco popular y mediático un libro que nos aler­taba sobre "la llegada prematura del futuro". Se trata de "El shock del futuro" del ensayista norteamericano Alvin Toffler, quien reflexionaba so­bre la velocidad de cambio en una cultura como la nuestra, dominada por los efectos de la ciencia y la tecnología, y sometida a su excepcional capaci­dad transformadora.

La idea central del libro de Toffler puede exponerse de forma casi intuitiva y "familiar" con un ejemplo sencillo: hace sólo unos doscientos o trescientos años, nuestros antepa­sados nacían y aprendían a vivir en un mundo que, en grandes líneas, seguía siendo el mismo mundo donde acabarían sus días. Pocos cambios eran perceptibles en la vida de un ser humano. Pero a nosotros tal "comodidad" nos está ya vedada: el futuro se nos echa encima a marchas forzadas, y mucha de la responsabilidad de esta elevada tasa de cambio reside en las perspectivas de novedad que ofrece la moderna tecnociencia.

En los albores del nuevo milenio, el ritmo de cambio se ha hecho tan acelerado que hoy sabemos ya que el mundo en el que aprendemos a vivir y rela­cionarnos no será el mismo donde viviremos la mayor parte de nuestras vidas. El cambio preside nuestra civilización de una forma obsesiva, como no había afectado antes a nuestros antepasados. Estamos obligados a convivir con el futuro y los cambios que nos aporte.

Tecnociencia y magia

El número tres parece incorporar una curiosa atracción en los varios niveles en que se mueve la ciencia y sus consecuencias. Por poner sólo algunos ejemplos: tres son las leyes de Newton, tres las leyes de la robótica de Asimov, y tres son también las leyes que en torno a la tecnociencia y algunas de sus características formulara Arthur C. Clarke.

La primera de esas tres leyes de Clarke, fue expresada a principios de los años sesenta y se recoge en el libro de ensayos Perfiles del Futuro (1962): "Cuando un científico famoso pero ya de edad dice de algo que es posible, es casi seguro que esté en lo cierto. Cuando dice que es imposible, probablemente se equivoca". Más agresiva en la metodología que implícitamente sugiere, la segunda ley de Clarke reza: "La única manera de encontrar los límites de lo posi­ble es ir más allá de esos límites y adentrarse en lo imposible".

Aunque plenas de sugerencias y dignas de comentario,  no es éste el momento ni el lugar para matizar el alcance de tales formulaciones. Pero sí nos detendremos en la que, con toda seguridad, es la más famosa de esas leyes: la conocida como la "tercera ley de Clarke". Fue formulada algo más tarde y ha sido, desde entonces, muchas veces citada y repetida. Con aplastante seguridad nos dice Clarke que: "Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia".

Es de suponer que, al formular esta tercera ley, Clarke, también autor de ciencia ficción, tenía en mente cualquier civilización avanzada extraterrestre o incluso una civilización humana del futuro. Es evidente que en ese  hipotético caso, se trata de civilizaciones que pueden haber dispuesto de mucho tiempo para desarrollar una nueva tecnología, cuyos principios y bases teóricas han de quedar por fuerza muy le­janos de lo que hoy sabemos. Es fácil, entonces, que dicha tecnología pueda ser vista por un observador como nosotros de forma que se confunda con la magia y lo sobrenatural.

Es algo parecido a lo que le sucedería a un hombre inteligente de, pongamos, la época del Imperio Romano si pudiera ver lo que la tecnología nos permite hacer hoy: volar a grandes velocidades o alcan­zar la Luna, comunicarnos con el otro extremo del planeta de forma instantánea, curar enfermedades que para su época eran mortales de necesi­dad, disponer de armas de altísimo poder destructivo, y un largo y casi interminable etcétera.

Aunque, después de la inevitable sorpresa inicial, nuestro hipotético romano pudiera abordar un largo proceso de estudio para llegar a conocer el porqué de tales portentos, lo cierto es que, en un primer momento, el pobre antepasado traspasado a nuestro tiempo creería encontrarse ante la más poderosa de las magias. Falto de la explicación cientí­fica y gradual que el saber acumulado de los últimos dos mil años nos ha ido pro­porcionando, seguramente achacaría esos por­ten­tos hoy cotidianos a fuerzas sobrenatu­rales y del todo incomprensi­bles. La tecnociencia vista como magia.

El problema es que esa perplejidad del romano traído hasta hoy seguramente la comparte con muchos de nuestros contemporáneos. En reali­dad, poca gente de nuestro presente conoce los fundamentos cien­tíficos y tecnológicos de una realidad ya omnipresente y claramente marcada por la tecnociencia. Por eso Stan­ley Schmidt podía decir hace unos años, parafra­seando a Clarke: "Para muchas de las personas que la utilizan, nuestra propia tecnología ha venido a resultar indistin­guible de la magia" ("Magic", en la revista Analog, septiembre 1993).

Y es cierto. Para mucha gente, el uso de la más variada tec­nología se reduce a apretar un botón y ver cómo, casi por arte de ma­gia, lo que hace años parecía imposible se hace realidad. Por desgracia, la ciencia y la tecnología, en sus ra­zones y conceptos últimos, resultan para la gran mayoría tan ignotos e inexplicables como la magia. Se confunden.

Expertos

Demasiadas veces la ciencia y la tecnología, por sus propias características, quedan restringidas a un mundo cerrado y acotado formado por los expertos. Unos expertos que, día a día, se especializan más y más, y mantienen cada vez menos contactos, por ejemplo, con otros científicos que trabajen en especialidades ligeramente distintas.

La tecnociencia utiliza un lenguaje muy específico. No sólo en lo que hace referencia a los conceptos subyacentes, sino también en la matemática en la que se expresan a menudo algunos de los resultados conseguidos, e incluso los pasos intermedios recorridos en el proceso de investigación. Un lenguaje, en definitiva, no siempre accesible para quienes no son especialistas en cada materia tecnocientífica en concreto.

Por eso resulta fácil que tanta gente, como decía Schimdt, vea como magia incluso lo que hoy se sabe que responde a leyes conocidas de la naturaleza. Incluso los expertos que saben de las razones y los porqués de las novedades surgidas en su campo, pueden llegar a ver como magia los hechos y posibilidades tecnocientíficos surgidos al amparo de otras especialidades que les son ajenas.

En recientes estudios en busca de cuál es la percepción social real de la tecnociencia en las sociedades que la generan y/o utilizan, se encuentran, tal vez de forma sorprendente, algunas conclusiones comunes. Diversos estudios constatan en todas partes el alto grado de confianza social de la figura del científico, incluso a pesar de la escasa comprensión del contenido de sus trabajos. Así coinciden las encuestas en torno a la percepción social de la ciencia y la tecnología en países como los Estados Unidos de Norteamérica (Jon D. Miller), Japón (Fujio Niwa), España (Rafael Pardo) o, incluso, Cataluña (Observatorio de la Comunicación Científica de la Universitat Pompeu Fabra).

No deja de ser una reacción lógica, ya que al respeto evidente a la dificultad asociada a la carrera y el trabajo del quehacer científico, se une la sorpresa, la admiración y, ¿por qué no?, la satisfacción ante los resultados obtenidos por la tecnociencia. Y eso ocurre a pesar de que, para una gran mayoría, dichos resultados sigan siendo una curiosa especie de magia incomprendida pero avalada por el saber de esos seres de imagen tan respetable a los que damos el nombre de científicos.

El ocaso del progreso

No deja de ser lógico que el siglo anterior y gran parte del que ahora se acerca a su final, hayan visto la mayor exaltación de la idea de progreso.

Antes del enciclopedismo, nacido en la Francia de la segunda mitad del siglo XVIII, el ser humano (no atacado todavía por el síndrome del shock del futuro toffleriano) no parece que aceptara la idea de un posible progreso constante hacia unos ideales de perfección. En realidad, lejana todavía la idea de una posible "perfectibilidad terrena", lo más habitual era refugiarse en la tradicional idea de una "perfectibilidad religiosa" cifrada en la perspectiva de una vida mejor en otro mundo, al que sólo era dado acceder tras la muerte.

Sería posiblemente Condorcet quien, al amparo de las ideas racionalistas de los enciclopedistas, identificara la posibilidad real de un progreso terrenal centrado esencialmente en el progreso científico-técnico. Y tras sus huellas parece haberse movido el sentimiento general de los dos últimos siglos: la creencia en que la humanidad puede progresar y, lo más importante, que el motor material de ese progreso ha sido para muchos la ciencia moderna y sus variadísimas aplicaciones tecnológicas.

Pero esa idea tal vez tan reconfortante parece encontrarse ya en el camino hacia su ocaso definitivo. La tecnociencia ya no es exclusivamente una seguridad de mejora proyectada hacia el futuro. Comporta peligros y no son en absoluto banales.

El primer aldabonazo lo dio posiblemente el gas mostaza en la primera guerra mundial. Los miedos se confirmaron con la bomba atómica que puso trágico fin a la segunda guerra mundial, y continuaron su ascenso inexorable con el descubrimiento de los atentados tecnológicos contra la ecología, el miedo a las posibilidades implícitas en los "cerebros electrónicos" y/o las inteligencias artificiales y, mucho más recientemente, las perspectivas abiertas por la ingeniería genética y la biología molecular.

Tras décadas de confiar en la tecnociencia, la segunda mitad de siglo XX nos ha enseñado a desconfiar de algunos de sus resultados y de las proyecciones de futuro que imaginamos en otros. Pero, tal y como dicen las encuestas antes citadas, todavía seguimos confiando en los científicos. ¿Hasta cuándo?

Ciencia y divulgación

Afortunadamente, nadie se atrevería hoy a negar la responsabilidad social de los creadores de la tecnociencia en el mundo moderno. No existe la ciencia o la tecnología absolutamente neutra. Es del todo imprescindible ayudar a extender la comprensión en torno al alcance de la tecnociencia hasta el gran público formado por no-especialistas.

Desgraciadamente esa es una tarea que no todos los científicos desean ni pueden abordar. A muchos les parece que dejar por un momento el rigor del método científico y, en algunos casos, el lenguaje matemático les dejaría en cierta forma como huérfanos. Y seguramente es cierto.

Pero hay otros científicos que saben de la importancia de transmitir su saber en forma que sea accesible a los no-especialistas. Y ya es hora de reivindicar el hecho incontrovertible de que la tarea de divulgar la ciencia y la tecnología necesita de mentes potentes y capacitadas. Es necesario, por una parte, entender los conceptos y las formulaciones matemáticas con las que se construye la ciencia y la tecnología; pero al mismo tiempo, hay que saber sintetizar y transmitir (posiblemente con el uso de la analogía) todo aquello que, en cualquier conocimiento tecnocientífico, resulta ser lo más importante y decisivo. Sólo así se logrará  transmitir real y eficazmente ese conocimiento a las personas que no disponen del aparato matemático y conceptual que hace posible a los especialistas comprenderse entre sí.

Si un personaje como Albert Einstein es admirable, tal vez no lo sea menos alguien como Arthur Eddington capaz de expresar de forma intuitiva una idea de gran complejidad matemática en su formulación científica: la materia deforma la estructura intrínseca del espacio. Einstein lo descubrió, pero Eddington lo hizo asequible a todos con la brillante analogía de la hoja elástica tensa y deformada localmente por la presencia en ella de bolas de metal. Una analogía eficaz y nada banal.

Incluso me atrevería a decir que, en un mundo tan dominado por los efectos de la tecnociencia, la tarea de divulgarla adecuadamente resulte a veces tan o más difícil y, también, de tanto mérito e importancia, como la de construirla. Personajes como Arthur Eddington o George Gamov son del todo imprescindibles.

Por desgracia muchos científicos e investigadores de la tecnología, cerrados a su completa satisfacción en la torre de marfil de su reducido mundillo de especialistas, deseen mantenerse voluntariamente al margen del contacto con el mundo. No se atreven a "rebajar los contenidos" y abandonan la lucha por transmitir sus ideas a un público más amplio. Desgraciadamente pocos optan por avanzar de forma creativa por el camino que personas inteligentes como Eddington, Gamov, Sagan, Asimov y otros han cubierto con gran eficacia.

Es curioso constatar como un erróneo sentido del prestigio de la ciencia idealizada hace que personas tan brillantes en las difíciles tareas de la divulgación científica como, por ejemplo, Isaac Asimov o Carl Sagan, puedan haber sido injustamente infravaloradas por el establishment científico. No se les perdona que hayan abandonado los caminos de la ciencia por la deformación que, a ojos de algunos intransigentes fundamentalistas, pueda representar la divulgación científica.

Asimov, por ejemplo, tuvo que abandonar la actividad universitaria incluso a pesar de su reconocida excelencia como profesor, conferenciante y divulgador. Le expulsaron otros compañeros más interesados en la investigación que, un tanto paradójicamente, se reconoce muy adecuadamente en la etiqueta de "publicar o perecer" (lo que viene a significar la confianza ciega en la cantidad como crisol donde hacer nacer la calidad). Afortunadamente, la historia tiene, aunque sólo a veces, un curioso sentido de la justicia: ¿algún lector recuerda quien fue Chester Keefer? Lo más probable es que no. Y eso que era el director del departamento y responsable de investigación que echó a Isaac Asimov de la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston en 1957. Es ocioso preguntar si alguien recuerda a Asimov, conocido y respetado en muchos ámbitos como "el buen doctor". Como decía, la historia, a veces (sólo algunas veces) resulta ser justa.

Pese a todo, el poder del establishment científico es mucho. Y el estigma de "no servir para la ciencia y sólo para la divulgación" parece indeleble y preocupante. Formado como científico, Asimov abandonó a los veintiocho años la investigación para dedicarse a la divulgación de la cien­cia. Pero al­gún especial gusanillo debió seguir vivo en él y, al cabo de los años, solía recordar que, precisamente, el invento del término y la populari­za­ción de la "robótica" eran su particular y peculiar aportación a la ciencia. En este mismo sentido, en una de sus últimas novelas de ciencia ficción, "Némesis" (1989), Asi­­mov hace que uno de sus personajes secundarios, Merry, reivindique su presencia en la his­toria de la ciencia (aun reconociendo que sería sólo en una nota a pie de pá­gi­na), por haber inventado el nombre de una nueva rama científica, la plexoneurónica. Justo lo que Asimov parece reivindicar para sí mismo.

Divulgación científica y ciencia ficción

Bien, si la divulgación científica tiene mala prensa entre los científicos, puede parecer una herejía incluso mayor reivindicar como destacable el importante papel de un nivel incluso más "degradado" en el difícil y necesario empeño de llevar la tecnociencia al gran público. Ese nivel, el tercero y último en nivel de contenidos, aunque el primero en capacidad de ser comprendido, es la ciencia ficción. Una actividad en la que personas como Isaac Asimov (1920-1992), Carl Sagan (1934-1996), Arthur C. Clarke (1917-) o Gregory Benford (1941-), formados todos ellos como científicos, han sido también destacados autores.

En la clásica formulación de Isaac Asimov, "la ciencia ficción es la rama de la literatura que trata de la respuesta humana a los cam­bios en el nivel de la ciencia y la tecnología". En consecuencia, lo que ha de resultar particularmente interesante en la ciencia ficción no es tanto la predicción de un artefacto tecnológico en concreto, sino, y eso es lo que realmente importa, esa "respuesta humana" a los cambios que en nuestras vidas produce la tecnociencia.

Es evidente que la especulación de la ciencia ficción se realiza con una voluntad básicamente artística y en absoluto científica. Si la prospectiva utiliza modelos racionales para intentar imaginar el futuro que nos aguarda, la buena ciencia ficción se centra en la utilización de modelos dramáticos para imaginar la experiencia de cómo será vivir en ese futuro. Y ello sin olvidar la posibilidad de intentar imaginar otras alternativas o, ¿por qué no?, denunciar algunos de sus peligros potenciales.

La ciencia ficción es una narrativa que nos pre­senta especulaciones arriesgadas y, muy a menudo, francamente inten­cionadas que nos hacen meditar sobre nuestro mundo y nuestra organi­zación social, o sobre los efectos y las consecuencias de la ciencia y la tec­nología en las sociedades que las utilizan. Se trata aquí de una vertiente reflexiva de la ciencia ficción, la que a menudo ha servido para caracterizar a la ciencia ficción escrita como una verdadera "li­te­ratura de ideas". Una literatura que ha utilizado especulaciones in­te­ligentes sur­gi­das en todos los ámbitos y, muy en particular, el de la ciencia y la tecnología o su impacto en la sociedad.

Una primera opción a considerar es la de esos libros que reúnen artículos científicos junto a especulaciones de ciencia ficción con relatos construidos precisamente en torno a las consecuencias previsibles de los hechos tecnocientíficos comentados en esos artículos. Ejemplos recientes lo son Creations (1983), The Universe (1987) o Future Quartet (1994) una aportación evidente para superar, a diversos niveles, las dificultades de la comunicación científica hacia el gran público.

Pero también cabe el uso de la ciencia ficción para cometidos explícitamente docentes como mues­tra la simple enumera­ción de algunos cur­sos y publicaciones recientes: "Cien­cia Ficción y la enseñanza de las ciencias", "Ciencia ficción en un curso sobre «Informática y sociedad»", "Ciencia ficción social", "La enseñanza de cien­cia ficción con con­te­nido político" etc. como se recoge en el libro Teaching Science Fiction: Education for Tomorrow (1980) editado por Jack Williamson, veterano autor de ciencia ficción. Hay también ejemplos locales, como el exitoso curso sobre Física y Ciencia Ficción de los profesores Jordi José y Manel Mo­reno, del departamento de Física e Ingeniería Nuclear de la Universidad Politécnica de Cataluña. Un curso al que volveremos enseguida.

Conviene advertir que no es necesario que la ciencia ficción, ar­te y narrativa en definitiva, sea exacta y correcta en su uso de la tecnociencia. A veces basta utilizar el evidente atractivo que los jóvenes sienten por la temática de la ciencia ficción para po­der estimular una nueva reflexión sobre hechos científicos, y sacar enseñanzas de los mis­mos.

En el curso de Física y Ciencia Ficción de los profesores José y Mo­reno, resulta francamente educativo estudiar, por ejemplo, si puede lo­grar­se realmente la invisibilidad del per­so­naje de la novela El hombre invisible (1897) de H.G. Wells. Tras visionar una secuencia de la película que dirigiera James Whale en 1933, resulta divertido razonar que, si ha de ser del todo invisible, el personaje de Wells resulta inevitablemente ciego...

O también, tras ver la famosa secuen­cia de King Kong subiendo al Empire State Building, se descubre (gracias a la ley cua­drado-cúbica que ya conocía Galileo) que el bueno de King Kong con sus pre­go­na­dos 15 metros de altura debía pesar unas 120 tone­la­das (casi 20 veces más que el Tiranosauro Rex, el animal más pesado que ha andado por la superficie del planeta). Seguro que King Kong ten­dría serios pro­blemas para, simplemente, levantar la pata y andar...

Los estudiantes no olvidan nunca esos ejemplos ni, y eso es lo importante, ciertas características de la luz y su detección o el efecto de las leyes de es­cala o el análisis dimensional. La versión dramatizada de las consecuencias de la ciencia, incluso de la "ciencia imposible" de alguna ciencia ficción, puede servir para transmitir ideas científicas. Quot erat demostrandum...

A modo de conclusión

En cierta forma, la creación tecnocientífica, la divulgación o popularización de la ciencia y la buena ciencia ficción se presentan pues como tres niveles de la necesaria comunicación de las ideas científicas entre los seres humanos de una sociedad como la actual que vive directamente las consecuencias de las realidades tecnocientíficas.

En esa escala de tres niveles, en el camino de la ciencia a la ciencia ficción pasando por la divulgación científica, la respetabilidad social y la verosimilitud temática descienden, mientras que, por el contrario, suben la facilidad de comprensión y el alcance de su difusión. Son, pues, tres aspectos tal vez complementarios de la difusión social de la tecnociencia.

Algunos científicos han sabido desempeñar con dignidad los tres niveles existentes de la comunicación científica como, por citar sólo algunos ejemplos, han hecho astrónomos y cosmólogos como Carl Sagan y Fred Hoyle, uno de los "padres" de la inteligencia artificial como Marvin Minsky, o especialistas en física de altas energías como Gregory Benford o John Cramer.

El camino es posible. Lo sabemos. Sólo hace falta hacerlo más concurrido y, como nos recuerda el poeta, "hacer camino al andar".

 

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