A bordo del "Beagle" (3ª y última parte) (Abril 2006) |
A BORDO DEL “BEAGLE” (Tercera y última parte)
A lomos de una reata de mulas, un pequeño grupo de expedicionarios sigue a Darwin subiendo a alturas de vértigo por caminos peligrosos que bordean abismos que ocultan su fondo. A veces tienen que cruzarlos a través de puentes colgantes que crujen y se bambolean bajo el peso de unos intrusos a los que nada parece poder detener. Darwin todo lo escruta, todo lo estudia, todo lo anota ya que todo llama su atención: los pumas, los raros pájaros de las alturas, los enjambres de langostas que cayeron sobre ellos como una tormenta de granizo, las plantas exóticas, los reptiles. Para su sorpresa, encuentra conchas fósiles y depósitos marinos a 3.650 metros de altura y a muchos kilómetros del mar, y un bosque petrificado, y fuentes calientes junto a fuentes frías, misterios que él trataría de desentrañar sin imaginar las complicaciones y críticas que estas investigaciones le acarrearían. Terminada la incursión y de vuelta a la ciudad se encontró con un incidente en la tienda en la que compraba lo necesario para preparar sus envíos a Inglaterra. El dueño discutía con uno de los empleados con el consiguiente regocijo de los otros empleados que apoyaban a su compañero. El dueño del comercio, al ver entrar a Darwin, lo tomó como testigo y le expuso el motivo de la discusión: -Este ganapán se me ha rebelado –exclamó señalando al dependiente- Yo lo contraté con la siguiente condición: por cada jornada que trabajase le pagaría 20 pesos, y por cada día que faltase al trabajo le restaría 30. Transcurridos 60 días, el empleado aquí presente no ganó nada. Así que me pregunto: ¿Cuántos días laborables hubo? Darwin, viendo que no se libraba de los problemas ni huyendo del matemático que viajaba con ellos, tomó nota de los datos y le dijo al dueño de la tienda que no se preocupara, que le diría a un amigo suyo matemático que viniera a ayudarles a desentrañar un misterio que para él, era más complicado que el del origen de las especies. Así que cuando llegó a la casa en la que se hospedaban, se adelantó y buscó al matemático al que encontró, precisamente, en el momento en que ante una pizarra y tiza en mano exponía un problema a un nutrido grupo de marineros del “Beagle”. A Darwin le sorprendió la cantidad de alumnos que se sentaban ante la pizarra y, sobre todo, la atención que prestaban a su profesor, pero su sorpresa se vio interrumpida por el matemático que, adelantándose, le propuso: -¿Una tacita de infusión, señor Darwin? Darwin, más sorprendido aún, rechazó la oferta de una taza humante que el matemático le ofrecía, tras haberla llenado con el contenido de una aún más humeante tetera que mantenía caliente sobre una estufa. Después de rechazar la invitación le explicó el incidente de la tienda, añadiendo que sería muy importante su presencia en el litigio. Emocionado al sentirse necesario, el matemático dejó la taza y la tiza sobre la mesa y salió corriendo en busca de la dirección que el naturalista le había proporcionado. Darwin, en cuanto el matemático salió de la improvisada aula, dio dos palmadas y exclamó: -¡Vamos, deprisa! ¡Aprovechen para huir antes de que vuelva! Pero nadie se movió de su sitio. Todos los que estaban sentados seguían sin moverse, con los ojos fijos sobre la pizarra, inexpresivos, como si hubieran sido hipnotizados. Darwin se dio cuenta en ese momento que el matemático había invitado a gran parte de la marinería del barco a una tisana relajante, la misma que le había ofrecido a él... y que la tisana era valeriana disuelta en dosis como para adormecer a un caballo salvaje. Así que allí dejó Darwin a los “valerianizados” que seguían sentados, incapaces de huir, mirando hipnotizados sin pestañear la pizarra en la que estaba escrito el siguiente enunciado: “Siete adultos fueron al teatro. El precio de la entrada era un número entero de pesos. En total pagaron 60 pesos. Parece imposible pues 60 no es divisible entre 7, pero ¡atención!, en el grupo había algún jubilado y, ya se sabe, los jubilados pagan la mitad de la entrada. ¿Cuántos jubilados había y cuánto cuesta la entrada?” Después de su estancia en Valparaíso -y recuperados los marineros de las altas dosis de Valeriana con enérgicas duchas frías- el “Beagle” siguió su viaje por la costa chilena siendo testigos de un violento terremoto que presintieron los animales: el día del terremoto y horas antes de producirse grandes bandadas de aves se desplazaron hacia el interior del país; los perros huyeron hacia el monte; los gallos se pusieron a cantar en plena tarde, los caballos coceaban inquietos, las vacas mugían desesperadas y los animales de corral, asustados aparentemente sin motivo, intentaban escapar de sus encierros. A las once y media llegaron los temblores que hicieron retroceder el mar para producir una gran ola que inundaría violentamente la costa arrasando todo lo que encontró a su paso... y una segunda y una tercera ola aún más destructivas. Darwin y sus compañeros se acercaron hasta la ciudad de Concepción para comprobar que había sido completamente destruida por el seísmo, aunque sin muchas victimas ya que sus habitantes, acostumbrados a los temblores, en cuanto observaban el extraño comportamiento de los animales, huían hasta ponerse a salvo. El 7 de septiembre de 1835 el “Beagle” se adentró en el Pacífico hacia las islas Galápagos, cuyo nombre derivaba de la palabra con que los españoles denominaban a las tortugas gigantes que llenaban el archipiélago. Darwin se encontró con unas islas apenas sin flora pero con una abundante fauna compuesta por tiburones, peces, lagartos, iguanas gigantes, cormoranes, peculiares pinzones, cangrejos, pingüinos, focas y, sobre todo, galápagos enormes que, de exquisita carne comestible, proveían las despensas de todos los barcos que navegaban por la zona. El naturalista también contabilizó hasta 27 especies de aves terrestres y marinas. Y aumentó su colección de animales vivos con tres enormes galápagos que enviaría a su profesor que, más que abrumado, histérico, luchaba con ellos a diario, entre las risas de sus vecinos, para que no devoraran los rosales que con tanto mimo cuidaba en su jardín. Por otra parte, y en el barco, en cuanto había una contabilización de por medio o aparecía la menor alusión numérica, el matemático, siempre alerta, intervenía, camuflado los enunciados de sus problemas de inocentes preguntas, como por ejemplo: “¿En que digito(s) NO puede terminar la suma de los n primeros números naturales?” El matemático no se rendía, para desesperación de la mayor parte de la tripulación y regocijo del escribiente y del nuevo pintor que, a esas alturas del viaje ya había sido, como él mismo decía, “matematizado”. Y como tal euforia matemática iba a más los oficiales y marineros, hartos de que ahora fueran tres los que les proponían constantemente problemas, decidieron abandonarlos en la primera isla habitada que avistaran. Y una soleada mañana, la tripulación estaba echando a suerte, mediante el procedimiento de ver quién sacaba la cerilla más corta, quién sería el que los abandonara. En ese momento apareció el matemático, y sin saber de qué se trataba, al ver que de uno en uno los tripulantes del “Beagle” elegían una cerilla, dijo: -Esto me recuerda un problema un poco complicado pero que no dudo que ustedes resolverán: “Una caja de fósforos tiene estas dimensiones: 5 por 3 por 1 cms. Inicialmente todas las cabecitas están orientadas hacia la misma cara. ¿Cuál es la máxima longitud de los fósforos para que, al agitar la caja en todos los sentidos y luego abrirla, algún fósforo se haya dado vuelta?” El matemático se sorprendió de la amabilidad con que los marineros dijeron que sí, que con mucho gusto resolverían el problema, pero en tierra y en su compañía, en la isla más grande del archipiélago al que se acercaban, la que los españoles llamaban Isabela y los ingleses Albermale. Y allí dejaron al matemático, al pintor y al escribano con la falsa promesa de que volverían a buscarlos al día siguiente. Y el “Beagle”, con tres pasajeros menos, continuó su viaje cruzando el Océano Pacífico hacia Nueva Zelanda y Australia. En 25 días cubrieron los 5.000 kilómetros que separan las Galápagos de Tahití. En Tahití pudo admirar Darwin la naturaleza en explosión, sobre todo comparándola con la aridez de las islas Galápagos. Todo le sorprendía y fascinaba, incluidos sus habitantes, sus vestidos, sus armas, sus herramientas y aparejos. Y sobre todo la sensación de paz y tranquilidad comparándola con la soterrada y no tan soterrada violencia observada y vivida en América del Sur. El 26 de noviembre partieron hacia Nueva Zelanda estudiando allí Darwin las peculiares características raciales de su población, con sus espectaculares tatuajes a los que eran contrarios los misioneros que trataban de evangelizar, sin demasiado éxito, a los habitantes de las dos islas. Y recabó información sobre un ave prehistórica gigantesca que se creía se había extinguido en épocas relativamente recientes y que aparecía como protagonista de terroríficas leyendas, cuentos populares, cantos y danzas. A principios de enero de 1836, último año de la expedición, llegaron a Australia, desembarcando en Port Jackson y asombrándose del ambiente de riqueza y prosperidad de Sydney. Darwin, dispuesto a no perder tiempo y partió a explorar el interior. Recorrió los grandes bosques de eucaliptus y se interesó por la vida de los aborígenes, escribiendo en su Diario: Allí donde el europeo ha puesto el pie, la muerte parece perseguir al aborigen. Cazó y capturó canguros, perros salvajes, emús y ornitorrincos (el envío de 10 canguros vivos al profesor Henslow supuso la ruptura definitiva de su profesor para con él, hasta el punto de que abandonaría Cambridge sin dejar ninguna dirección, después de enviar, eso sí, una carta a su alumno en la que escuetamente anunciaba: “Hasta aquí hemos llegado”) La siguiente etapa los llevó a la cercana Tasmania para volver a Australia para recoger las provisiones suficientes para cruzar el Océano Índico, con escalas en las islas de los Cocos, las islas Mauricio y el Cabo de Buena Esperanza, ya en la punta del continente africano. Darwin se maravilló en estos lugares con las almejas gigantes de cuya carne podían comer seis hombres, con los veloces alcatraces y su original forma de pescar, con los peces que comían coral, con los enormes cangrejos azules que con sus tenazas partían cocos de los que se alimentaban y con las ratas que construían sus nidos en lo alto de los cocoteros. Ya en pleno verano enfilaron hacia la isla de Santa Elena, visitando la tumba de Napoleón. Entonces fue cuando el capitán decidió regresar a Inglaterra a través de la llamada “ruta americana”. Recalaron de nuevo en Brasil y desde allí pusieron rumbo a Europa, llegando a Inglaterra, al puerto de Falmouth, el 2 de octubre del año 1836, después de haber vivido en el “Beagle” durante casi cinco años. En este largo viaje de vuelta a casa surgieron encendidas discusiones entre Darwin y el estricto y rígido capitán FitzRoy. A estas alturas del viaje y de sus investigaciones Darwin ya estaba seguro de que el mundo no fue creado en un instante, sino que desde un inicio primitivo fue evolucionando constantemente. Las grandes criaturas prehistóricas se habían extinguido al no poder adaptarse a los cambios, o cazadas y devoradas por otros animales si no más grandes sí más inteligentes. Cada especie que aparecía tenía que adaptarse a lo que encontraba y los que no consiguieron adaptarse o defenderse de los recién llegados se extinguieron. Darwin estaba dispuesto a defender su teoría de que todos los seres vivos estuvieron sometidos a este proceso, incluido el hombre que había sobrevivido porque era más hábil y agresivo que los demás animales. El capitán FitzRoy, hombre muy religioso, replicaba furioso que todo esas teorías eran herejías que entraban en contradicción con la verdad absoluta e indiscutible de la Biblia. El Génesis escribía la verdad inmutable: el hombre había sido creado a imagen y semejanza de su Dios creador, todos los animales habían sido creados iguales a como hoy eran, y sobrevivieron al Diluvio gracias a que Noé embarcó una hembra y un macho de cada especie. Y concluía siempre con esta coletilla: “Va usted a saber más que la Biblia y más que el arzobispo Ussher y el doctor John Lightfoot de la Universidad de Cambridge, por ponerle un ejemplo más cercano. Estos dos sabios, mediante una serie de cálculos cuya naturaleza yo desconozco pero corroboro, han fijado que la fecha real de la creación del mundo se llevó a cabo a las 9 de la mañana del domingo 23 de octubre del año 4004 antes de Cristo.” En el Génesis está la verdad. El que niegue esto se burla de Dios. -Pero... –intentaba razonar Darwin. -Pero nada. Se acabó la discusión porque yo llevo razón. Así, de forma tan democrática, terminaban todas las discusiones por parte del capitán FitzRoy, discusiones que fueron el preludio de lo que estaba por llegar. Y lo que estaba por llegar fueron las campañas de acoso y derribo por parte de la Iglesia y de los sectores más reaccionarios de la sociedad, que desde entonces hasta hoy intentaron e intentan desacreditar la más brillante e inteligente teoría sobre la evolución. Le abucheaban en sus conferencias, trataban de boicotear la publicación de sus libros, se burlaban de él con chistes y caricaturas en la prensa, caricaturas que lo presentaban como un mono en las ramas de un árbol (Se cree que una de esas caricaturas es la que aparece en la etiqueta de Anís del Mono) Tuvo que esperar más de 20 años para que se publicaran sus teorías más radicales, exponiéndose al desprecio social y a la burla pública, aunque en cualquier país del continente habría tenido más problemas, en los países católicos habría sido arrestado y, sin duda, de haber existido la Inquisición hubiera corrido peor suerte. Inglaterra, a pesar de las burlas de los sectores citados, valoró su obra y el mundo científico aplaudió sus teorías. Publicó su Diario del viaje del Beagle, los cinco tomos de la Zoología del Beagle y fue nombrado director de la Geological Society de Londres. Su obra cumbre, El Origen de las Especies conoció el éxito a través de numerosas ediciones y se convirtió en un referente científico en todo el mundo conociendo innumerables ediciones en todos los idiomas cultos. Darwin escribió, además, otros ocho libros no menos interesantes entre los que destaca El Origen del Hombre. Su prestigio llegó a alcanzar tal magnitud que acallaría las constantes criticas. Fue nombrado doctor Honoris Causa en Cambridge y a su muerte, el 19 de abril de 1882, fue enterrado en la zona de Hombres Ilustres de la Abadía de Westminster. (En cuanto al hecho de que los habitantes de la isla Isabela en particular y de todo el archipiélago de las Islas Galápagos en general tengan, aún hoy, tan buena predisposición hacia las matemáticas, pinten tan bien y tengan tan buena letra es para los expertos actuales un misterio. Los isabelinos son ahora, 171 años después de la llegada del trío desembarcado del “Beagle”, excelentes matemáticos, buenos dibujantes y pintores, y todos tienen una maravillosa caligrafía. Todo esto desconcierta a los expertos, que no encuentran una explicación lógica al fenómeno, ya que ni Darwin en su obra ni en el cuaderno de Bitácora del “Beagle” se menciona el abandono del matemático, del pintor y del escribano, que prolongarían su estancia en la isla durante diez años, hasta que el ballenero “Betelu” los devolvió a Inglaterra.) FIN
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